Un elefante en la habitación: el arma nuclear (II). Después de Ucrania
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Un elefante en la habitación: el arma nuclear (II). Después de Ucrania

Hoy por hoy, la defensa de nuestro continente contra una agresión del heredero natural de la URSS solo es viable de la mano de los EE.UU. y en el seno de la Alianza Atlántica
Trump y Putin
Trump y Putin se estrechan la mano en un encuentro de 2018. Firma: Casa Blanca
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Viene de: Un elefante en la habitación: el arma nuclear (I). La carreta y los bueyes

Es difícil saber lo que traerá el futuro después de la apertura de negociaciones entre Trump y Putin para resolver el futuro de Ucrania. Pero, hasta hace pocos días, el regreso del imperialismo ruso había devuelto a la Alianza a un terreno conocido. Con la guerra de Ucrania volvieron también al Planeamiento de la Defensa los métodos del pasado: tanto tienen ellos, nosotros necesitamos más.

Sin embargo, después de bastante más de los siete años bíblicos de vacas flacas, nada nos parece suficiente para recuperar el terreno perdido. Desde luego no lo sería el 2% acordado en la ya lejana cumbre de Gales y que para España todavía parece inalcanzable. Mark Rutte, el no tan nuevo secretario general de la OTAN, alertaba hace algunos días de que si no se llegaba al 3% de inversión en Defensa más nos valdría empezar a estudiar ruso. Es curioso eso del idioma, porque el propio Putin ha presumido hace algunos meses de que sus nietos habían aprendido a hablar chino. Los europeos ruso, los rusos chino… deduzca el lector lo que le parezca oportuno de este corrimiento de camarotes —así se llama a lo que ocurre en los buques de la Armada cuando embarca un oficial de cierta antigüedad— lingüístico hacia el continente asiático.

Ironías aparte, es cierto que hay mucho terreno que recuperar. A los planificadores de hoy no les salen las cuentas, entre otras razones porque es muy difícil equipararse a un enemigo que ya está en pie de guerra sin alterar el ritmo pacífico de los pueblos de Europa. Para racionalizar el esfuerzo y el gasto, a los militares se nos solía dar un tiempo para prepararnos para la guerra. Hoy, al menos en algunos medios, se nos pide mantener la bayoneta calada desde ayer, y eso es extremadamente caro.

Sin embargo, y viendo los toros desde la barrera —llevo casi cuatro años retirado y no debería el lector dar un peso a mis palabras que ya no tienen— creo que hay un error de base en todo el proceso, no importa si lo lidera la OTAN o la UE. Lo que los europeos tememos de Rusia no son sus divisiones acorazadas, su aviación de combate o su marina de guerra sino sus armas nucleares. El propio Putin jamás nos ha amenazado con invadirnos. Al contrario, cada vez que se le plantea niega esa posibilidad con toda la vehemencia de que es capaz.

Me adelantaré a una posible objeción del lector. Es cierto que, con la misma convicción con la que desmiente cualquier ambición territorial que afecte a los miembros de la OTAN, Putin achacó a la histeria occidental los avisos de la inteligencia norteamericana de que se aprestaba a invadir Ucrania. Personalmente, tengo por norma no creer al dictador ruso aunque, para no parecer parcial, debo señalar que no es el único líder político del que no doy valor alguno a sus palabras. Sin embargo, creo que sí es posible deducir conclusiones certeras del análisis objetivo de las capacidades en juego. Putin nunca hará lo que sabe que no puede hacer —esa es la esencia de la disuasión— y, si sus fuerzas armadas ni siquiera logran derrotar a Ucrania, ¿cómo va a invadir el territorio de la Alianza Atlántica?

La pregunta anterior parece retórica… pero dejaría de serlo si Trump o, cuando el magnate finalice su mandato, el propio pueblo norteamericano se deja seducir por la tentación aislacionista, una de las dos caras que conviven en el alma de los Estados Unidos desde su creación. Si así ocurriera —y pintan bastos— permita el lector que le destripe el argumento de una película que podría comenzar tan pronto como finalice la guerra de Ucrania y que, por desgracia, podría estar basada en hechos reales.

La amenaza rusa

Después de siete décadas de convivencia forzada bajo el todopoderoso estado soviético, existen importantes minorías rusas en casi todas las repúblicas que un día formaron parte de la URSS. Esas minorías, que en general votaron masivamente por la independencia —se olvida con frecuencia que Ucrania solo fue la segunda república en independizarse de la URSS; la primera, la que le dio el golpe de muerte al régimen comunista, había sido la propia Federación Rusa bajo la dirección de Yeltsin— se sienten todavía unidas a su antigua patria. Son, pues, muchos los ciudadanos de esos países que habrían preferido alinearse con Moscú en lugar de unirse a la UE o integrarse en la OTAN.

En estas condiciones, nada es más fácil —ocurrió en Ucrania y, en diferentes fases, está ocurriendo en las repúblicas bálticas, Moldavia o Georgia— que encontrar agravios culturales o lingüísticos para forzar el enfrentamiento de las minorías de etnia rusa con el resto de la sociedad. Sembrada la semilla de la discordia, comenzaría una paciente escalada bien controlada por el Kremlin: hoy desinformación y apoyo político, mañana armas y pasado mañana soldados sin divisas. Después llegaría el reconocimiento unilateral de la república secesionista y, cuando la fruta parezca madura, la invasión del Ejército ruso para imponer la paz. Consumada la agresión, solo faltaría un falso referéndum cosmético —algunos cómplices de Rusia exigen todavía cierta apariencia de respeto a la legalidad— para que el drama de Ucrania se repita en cualquier otro país de la antigua URSS.

Únicamente la OTAN, muy debilitada por las últimas decisiones de Trump, puede interponerse en esta dinámica. Pero, como todo el proceso gradual de escalada antes descrito está diseñado con habilidad para que sea muy difícil encontrar el momento de suicidarse declarando la guerra a una potencia con 6.000 ojivas nucleares, la mejor herramienta para contrarrestarlo sigue siendo el despliegue preventivo de brigadas multinacionales en los lugares más amenazados. Como saben los lectores, ese efecto, conocido como tripwire y respaldado en última instancia por las 6.000 ojivas norteamericanas, es el que justifica la presencia de tropas, buques y aviones españoles en las fronteras de la Alianza.

La defensa de Europa

Ruego al lector paciencia, que el artículo ya se le hará largo y precisamente ahora voy a plantearle una cuestión que parece semántica. En los últimos meses se había hablado mucho de la Defensa Europea. Un asunto importante porque, si de verdad quiere influir en el mundo, la UE necesita un brazo militar del que todavía carece. Sin embargo, la defensa de Europa es otra cosa. Hoy por hoy, la defensa de nuestro continente contra una agresión del heredero natural de la URSS solo es viable de la mano de los EE.UU. y en el seno de la Alianza Atlántica.

Por razones políticas, en los documentos oficiales de la Europa del siglo XXI no suele verse expresada esta realidad con la rotundidad con la que yo, aprovechando que ya no represento a nadie, me he permitido hacerlo en el párrafo anterior. Es cierto que tampoco hace demasiada falta, porque se trata de un sobreentendido aceptado por todos. El propio sueño de una Europa fuerte, cuyos cimientos quiso poner el comisario Borrell con su Brújula Estratégica en 2022, perseguía convertir a la UE en un actor independiente, capaz de actuar en solitario cuando no coincidan nuestros intereses con los norteamericanos… pero cuidando de no debilitar el pilar europeo de la Alianza Atlántica.

Habrá quien se pregunte —y ahora más que nunca— por qué necesitamos a los EE.UU. para defendernos de una Rusia tecnológicamente atrasada y cuyo PIB multiplicamos por 10. La respuesta es obvia, por más que, como al elefante en la habitación del conocido tópico anglosajón, todo el mundo finja no verla: el arma nuclear.

Si hacemos los deberes —y puede que así ocurra bajo la presión de Donald Trump— Europa podría desplegar en unos pocos años unas fuerzas convencionales muy superiores a las rusas. Tampoco es un listón tan alto si consideramos lo que cada día vemos en el frente ucraniano. Pero esa superioridad puede volatilizarse —nunca mejor dicho— mediante el uso inteligente y agresivo de un puñado de los centenares de armas nucleares tácticas que Rusia heredó de la URSS. Y esa es una capacidad que Europa no posee.

Estrategias para la guerra nuclear

Como los lectores que hayan llegado hasta aquí tienen demostrada su paciencia, me permitiré compartir una cínica reflexión de naturaleza histórica. Hoy todos condenamos las amenazas de Putin y su doctrina estratégica que justifica el empleo de armas nucleares tácticas contra fuerzas convencionales. Sin embargo, durante largos períodos de la Guerra Fría, fue la OTAN la que confió en este tipo de armas para contrarrestar la superioridad de las fuerzas terrestres del Pacto de Varsovia. En eso consistía la estrategia conocida como Respuesta Flexible. Ya ve el lector que en todas partes cuecen habas. Hay causas justas e injustas, y el apoyo a la invadida Ucrania es de las primeras, pero ¿hay buenos y malos?... la historia sugiere que, cuando por desgracia se llega a la guerra, lo que de verdad existe es nosotros y ellos.

Todo, hasta la paciencia de los lectores más amables, tiene un límite. No voy a discutir ahora los pros y los contras de la Respuesta Flexible porque nunca fue necesaria. Al final, fue la paridad nuclear la que mantuvo la paz en Europa. Sin embargo, si faltara el arsenal norteamericano, ¿qué impediría a Rusia explotar su ventaja para alcanzar sus objetivos bélicos a pesar de su inferioridad convencional?

Muchos lectores de Infodefensa conocerán la estrategia de escalar para desescalar que Rusia heredó de la URSS. Permítaseme que se la explique al resto con un ejemplo. Imaginemos que, finalizada la guerra de Ucrania, el ejército de Putin, siguiendo la dinámica descrita más arriba, consigue poner un pie en una de las repúblicas bálticas. Sin el apoyo norteamericano —esperemos que se trate solo de un caso imaginario— es la UE la que responde al envite activando su cláusula de defensa mutua. Acuden fuerzas de todos los países europeos y, como se han preparado bien en los años anteriores —gracias, posiblemente, a las presiones de Trump— obligan a retroceder a las fuerzas invasoras.

Todo parece ir bien, pero el dictador del Kremlin —el actual o quien le suceda— sabe que, como en Ucrania, su régimen no sobreviviría a la derrota. En lugar de retirarse tras la frontera, opta por el órdago. En pocos minutos, algunas de las mejores brigadas europeas desaparecen del mapa, convertidas en ruinas radiactivas. Y entonces, ¿qué? ¿cómo respondemos a la escalada rusa? ¿subimos al nivel estratégico, donde solo Francia cuenta con un modesto arsenal nuclear superado por el ruso en proporción de 20 a 1, o nos replegamos y nos resignamos —como en su día ante Hitler— a comprar la paz volviendo a ceder territorio al agresor? Con esta pregunta, que sí es retórica, daré al lector una merecida tregua. Pero no se confíe. Si Infodefensa me lo permite, volveré a la carga en la tercera y última parte de este artículo.

 



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