A estas alturas, decir que la invasión de Ucrania ha conmocionado el tablero estratégico global sería quedarse corto. El error de cálculo cometido por Putin —y, por qué negarlo, también por los líderes occidentales, incapaces de creer lo que veían sus ojos hasta que fue demasiado tarde para impedirlo— se ha llevado por delante los tres pilares sobre los que se construía la seguridad de la comunidad de naciones en la posguerra fría: la Carta de la ONU, la disuasión nuclear y los intereses económicos compartidos.
El primero de estos pilares, la Carta, que reconoce el derecho de los miembros de la ONU a la integridad territorial y anula el antiguo derecho de conquista, ha presentado grietas desde su promulgación en 1945. No hay norma que sobreviva a la impunidad, y el mecanismo creado para imponer la renuncia al uso de la fuerza —el Consejo de Seguridad de la ONU— no podía sobrevivir al derecho de veto de las grandes potencias. Era como poner al lobo a cuidar de las ovejas.
Bajo tales premisas, a nadie puede sorprender que todos los países con derecho de veto hayan abusado de él en algún momento de su historia. Sin embargo, nunca lo habían hecho para ampliar su territorio. Y ese es un crimen de especial gravedad porque crea situaciones de conflicto que se extienden indefinidamente.
Los lectores de Infodefensa saben que no vivimos en un mundo de buenos y malos. El presidente Bush no tenía derecho alguno a invadir Irak para derribar a Saddam Hussein pero, alcanzado el objetivo, la herida infligida a la causa de la paz empezó a cicatrizar tan pronto como se retiraron las fuerzas norteamericanas del país vencido. En cambio, si de Putin depende, la anexión de todo el territorio que consiga conquistar en Ucrania durará para siempre. Y en ese territorio, no lo olvidemos, viven personas que, contra los derechos que reconocen las convenciones de Ginebra a los ciudadanos que tienen que sufrir la ocupación, se ven forzados a escoger entre ver criminalizado su patriotismo —son muchos años de cárcel los que les esperan si se atreven a criticar la conquista de su propio país— o escapar de sus domicilios y perderlo todo.
El segundo pilar, construido durante la Guerra Fría sobre las diversas estrategias de disuasión nuclear, ha quedado desnaturalizado por las continuas amenazas del Kremlin, unas veces veladas y otras tan claras como las que hace unos días profirió Dmitri Medvédev, el más exaltado de los portavoces habituales de Putin. En sus propias palabras, Kiev podría convertirse en "una mancha gris fundida en el lugar de la madre de todas las ciudades rusas". Nadie cree en esas amenazas; entre otras razones porque, desde la promulgación del protocolo adicional a los convenios de Ginebra de 1977, las ciudades han dejado de ser objetivos legítimos para el uso indiscriminado de la fuerza, y nada discrimina menos que el arma nuclear. Pero lo que sí está claro es que Moscú ya no emplea su arsenal para salvaguardar la paz, sino para, en la medida de lo posible, proteger “su” guerra de influencias exteriores.
Con todo, el más prometedor de los tres pilares que soportaban nuestra esperanza de erradicar la guerra —al menos entre dos estados miembros de la ONU, porque las guerras civiles plantean un problema diferente— se edificaba sobre los inmensos beneficios de la paz en la economía de las naciones y en el bienestar social. Es probable que Ángela Merkel creyera que profundizando las relaciones económicas entre Alemania y la Rusia de Putin ayudaba a construir una paz duradera. Como la lectura de Maquiavelo ya no está de moda, la popular canciller alemana pareció olvidar que no hay sacrificio que líderes como Hitler, Milosevic, Saddam Hussein o el propio Putin no exijan a su pueblo cuando se trata de fortalecer su poder.
Si vis pacem para bellum
Como el edificio de nuestra seguridad se ha venido abajo, la humanidad ha vuelto la mirada atrás y ha encontrado en la conocida máxima de Vegecio la mejor herramienta para recuperar la confianza perdida. En consecuencia, las naciones que quieren la paz —y, por supuesto, también las que quieren la guerra — se han lanzado a un proceso de rearme que tiene su expresión más visible en las gráficas de incremento del gasto militar en todo el mundo.
Según los datos publicados por el SIPRI —Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz— el presupuesto de defensa global aumentó casi un 7% en 2023; y, además, por primera vez lo ha hecho en todas las regiones del planeta. Es difícil precisar las cifras de gasto real de muchos de los países del globo —también las españolas— pero las estimaciones del SIPRI sugieren que Rusia, presionada por la guerra, encabezaba la carrera con un 24% de incremento anual. En el mismo año, China registró un aumento del 6% y Marruecos, nuestro vecino del sur, un 3,5%.
En el entorno político de España, la Alianza Atlántica, como bien saben todos los lectores de Infodefensa, ha renovado los viejos acuerdos, nunca cumplidos, que exigían que los presupuestos de defensa de todos los miembros alcanzarán un mínimo del 2% del PIB. España va retrasada en este proceso, compartiendo con Bélgica y Luxemburgo el furgón de cola. Pero es significativo que ya no sea solo la OTAN la que nos presiona. También la UE insiste en que si Europa tiene que jugar un papel global necesita más músculo militar.
Saliendo del pozo
Aunque todavía estamos muy lejos del 2% comprometido, la defensa española empieza a salir del pozo en que se vio metida en las dos primeras décadas del siglo. Décadas en las que el Ejército de Tierra perdió por obsolescencia sistemas tan críticos como el lanzacohetes múltiple Teruel. Décadas en las que la Armada y el Ejército del Aire abandonaron casi por completo la capacidad antisubmarina, que había perdido prioridad porque los estados fallidos que entonces nos preocupaban no podían permitirse la adquisición de los carísimos submarinos modernos. Décadas de retraso en los programas de guerra electrónica y en las modernizaciones necesarias para actualizar la capacidad táctica de buques, blindados y aeronaves y asegurar su supervivencia. Décadas en las que se redujo muy por debajo de lo razonable el consumo de combustible y munición en los ejercicios de adiestramiento, menguaron las reservas de guerra y escasearon hasta límites indecibles los repuestos de todo tipo.
Hoy, desde luego —alguno pensará que es sospechoso que coincida con mi retiro—, estamos bastante mejor. Queda una inmensa tarea por hacer, porque no solo se trata de rellenar los agujeros que se crearon en los años de vacas flacas que yo viví como almirante de la Flota, sino de avanzar y hacer frente a los nuevos desafíos tácticos y tecnológicos que nos ha presentado la guerra de Ucrania y, en menor medida, también la de Oriente Medio. Pero los lectores de Infodefensa pueden ya sentir como, a pesar de los problemas inevitables en el desarrollo de nuevos sistemas, los brotes verdes empiezan a despuntar bajo nuestros pies bajo la apariencia de una sopa de prometedoras letras —VAC, Silam, Sirtap, F-100, S-80, FCAS etc.— acompañadas esta vez —no siempre ha sido así en nuestra historia— de los contratos de mantenimiento y de adquisición de munición sin los que el edificio militar se vendría abajo en poco tiempo.
¿Estamos entonces en el buen camino? No del todo, en mi opinión. Todavía nos falta una decidida apuesta por el soldado. Una apuesta que no está en las manos de los cuarteles generales de los Ejércitos y la Armada —si se me apura, ni siquiera en las del Ministerio de Defensa— sino en las de la sociedad.
Una guerra larga
No está de más recordar que, además de conmocionar el tablero estratégico, la guerra de Ucrania ha restado credibilidad a algunas de las ideas preconcebidas que condicionaban el pensamiento militar en el nivel operacional. La mayoría de los profesionales asumíamos que los conflictos de baja intensidad podían ser muy largos —teníamos el de Afganistán delante de nuestros ojos— pero dudábamos de que, bajo la presión de una comunidad internacional que había superado los bloques de la Guerra Fría y capitalizaba los beneficios de la paz, pudieran prolongarse mucho las guerras de verdad: las de alta intensidad.
En un mundo nuevamente dividido en bloques, esa presión para poner fin a las guerras de alta intensidad ha desaparecido. Cuando Saddam Hussein invadió Kuwait se encontró solo frente el mundo. Hoy, Rusia encuentra en China una válvula de alivio que la libera de las sanciones de Occidente. Irán, convertido en un paria por su programa nuclear, estrecha su alianza con Rusia. A poco que busque, cualquier gobernante desaprensivo, cualquier movimiento radical —véase el caso de los hutíes— podrá encontrar un padrino que le suministre armas y, si además aprovecha la actual división entre las grandes potencias, logrará que alguien vete las resoluciones en su contra del Consejo de Seguridad de la ONU. ¿Qué motivos tendrá entonces para parar la guerra?
Para hacer frente a una situación así, ya sea en el ámbito de la seguridad colectiva o en el de la amenaza no compartida, no es suficiente contar con presupuestos más desahogados. Bien está que pongamos en servicio más y mejores sistemas y que redefinamos las reservas de guerra para cubrir algo más que unos pocos días de combate. Pero la satisfacción que sentimos por los progresos de todos los programas que antes hemos citado y de otros muchos que se nos han quedado en el tintero no debería ocultar que, sin el soldado, todas las capacidades de los Ejércitos se convierten en un aparatoso castillo de naipes.
La apuesta por el soldado
Tan urgente como resolver las carencias materiales de nuestras Fuerzas Armadas es solucionar el problema de personal y, en particular, el del soldado y el marinero. Un problema de múltiples aristas que ningún gobierno ha querido afrontar del todo desde la supresión del servicio militar obligatorio. Sin ánimo de dogmatizar —entre otras razones porque llevo más de tres años retirado— me permitiré traer los desafíos más importantes a la consideración del lector.
El primero concierne a las plantillas. Las unidades tienen definidas unas plantillas orgánicas para cubrir sus necesidades; pero casi nunca están completamente cubiertas, ya sea por falta de efectivos o por las dificultades propias de la gestión. Además, al personal realmente destinado en la unidad hay que restarle el que realiza cursos monográficos, el que está de baja médica y el que decide ejercer su derecho a la conciliación familiar, incompatible con los despliegues operativos. Como no es posible adjudicar el mismo destino a dos personas, solo se pueden cubrir todas estas bajas con personal comisionado, si hay disponibilidad.
Permita el lector que recurra a mi experiencia personal para ilustrar las dimensiones del problema. Como almirante de la Flota, tuve en su día la responsabilidad de certificar los buques antes de su despliegue. En las fragatas más modernas de la Armada, de los 200 puestos del Plan de Combate —el documento interno de los buques que asigna funciones a la dotación— rara vez se cubrían más de 180. Así pues, uno de cada diez de los puestos que exigía el manejo de todas las capacidades del buque, quedaba sin cubrir. Por si eso fuera poco, un porcentaje variable de la marinería —pongamos otro 10%— se incorporaban al buque después de los ejercicios de preparación. Por si sirve de comparación, recuerdo al comandante de un submarino norteamericano que se quejaba amargamente porque le habían cambiado uno de sus sonaristas durante su período de despliegue. Dicho esto, sería injusto no reconocer que, con los mimbres que se les dieron, los comandantes de nuestros buques hicieron cestos suficientemente buenos para cubrir las necesidades de sus despliegues operativos en escenarios de baja intensidad… pero esa no habría sido forma de ir a la guerra.
Otro importante problema lo tenemos en las reservas. Lo que ocurre en las unidades, a mayor escala, se puede extrapolar a los Ejércitos, que no tienen personal adiestrado al que recurrir en caso de una guerra prolongada en la que, inevitablemente, habrá bajas que reemplazar. El actual modelo de carrera de tropa y marinería tiene indudables ventajas, pero no genera más reservas que la de los militares que, a la finalización de su compromiso de larga duración —es decir, con 45 años cumplidos en el mejor de los casos— adquieren la condición de reservistas de especial disponibilidad. En 2021, según las estadísticas del ministerio, sumaban 4.337 soldados y marineros, con una edad media de más de 46 años. ¿Y qué pasa con las otras modalidades de la reserva que prevé la ley? En el mismo año, las Fuerzas Armadas solo tenían 3.123 reservistas voluntarios, de edad media superior a los 49 años. Las cifras no necesitan mayor comentario.
Un tercer problema —y quizá el más fácil de resolver si hay voluntad para hacerlo— está en los sueldos del personal de tropa y marinería. La vocación es necesaria, pero no suficiente. Si se quiere atraer a buenos profesionales a las Fuerzas Armadas, un entorno profesional exigente que impone la renuncia a algunos derechos constitucionales y promueve valores que no comparte toda la juventud —las Reales Ordenanzas ponen particular énfasis en la disponibilidad y la disciplina— habrá que pagar por ello.
Quizá la alternativa más cómoda para pueblo como el español, que no termina de creer en la amenaza de la guerra, esté en la bajada del listón. Quizá prefiramos tolerar las ineficiencias en la gestión, resignarnos a la insuficiencia de las reservas y hacer como si no existieran las contradicciones sin resolver entre la profesión militar que se define en las Reales Ordenanzas y la que encaja en la legislación laboral de nuestra nación. Pero, si lo que los españoles queremos no es cubrir el expediente de cara a la Alianza Atlántica ni promover una falsa sensación de seguridad, creo que ha llegado el momento de que asumamos que, aunque a veces pueda parecer un cuerpo extraño dentro de nuestra permisiva sociedad, ha llegado la hora del soldado.