La reciente autorización del Consejo de Ministros para firmar los contratos tecnológicos asociados al VCR 8x8 y a la fragata F-110 por un total de 89,3 y 135,3 millones de euros (Infodefensa, 3 de agosto de 2015) constituye una buena noticia para las Fuerzas Armadas, en cuanto que permitirá mejorar los medios empleados en realizar su misión, y para la industria, en cuanto que ve reanimada la decaída demanda de medios para la defensa.
Estos programas, cuya estimación inicial se sitúa en torno a los 6.500 millones de euros, persiguen dos objetivos principales. Por una parte, sustituir unas plataformas que están en el final de su vida operativa y cuyas prestaciones están ciertamente anticuadas. Por otra parte, potenciar la capacitación industrial, a través de contratos de I+D+i, que aumenten el conocimiento tecnológico de las empresas para afrontar con éxito su desarrollo y producción. La idea que subyace es mejorar la posición negociadora de nuestra industria frente a posibles reestructuraciones del sector de la defensa en la Unión Europea que se vayan a acometer en los próximos años, reforzando su posición como contratista principal competente en el suministros de sistemas militares, y evitando que su papel quede relegado al de mero suministrador de subsistemas.
Se trata de un esfuerzo loable del Ministerio de Defensa en materia de modernización, en una legislatura que se ha caracterizado por el rigor y la escasez presupuestaria. Cabe destacar, no obstante, la ambición de estos dos programas, lo que conlleva un importante riesgo que, en última instancia, podría poner en peligro los objetivos previstos inicialmente.
Dos razones apuntan a ello. En primer lugar, porque la adquisición de estos sistemas supone desarrollos hechos a la medida de las necesidades operativas del Ejército y de la Armada. Es decir, se trata de programas con un contenido innovador significativo. Estos procesos de innovación conllevan siempre incertidumbre en la medida que los procedimientos de operación y las especificaciones del sistema inicialmente previstos se suelen revelar, durante su desarrollo, bien como no totalmente apropiados para el entorno de operaciones (un marco que suele cambiar con el tiempo), o bien más difíciles de implementar debido, por ejemplo, a la inmadurez de algunas tecnologías que afectan a sus prestaciones o el coste asociado de fabricación. La complejidad de estos sistemas compuestos, a su vez, por diversos subsistemas, equipos y componentes, hace que sea difícil predecir su comportamiento final sobre la documentación de diseño, por lo que la probabilidad de que se tomen decisiones erróneas durante su diseño es relativamente alta, lo que hace necesario realizar cambios y rediseños a posteriori para corregir estos problemas y que, en ocasiones, suele dar lugar a la aparición de nuevos problemas, siendo difícil prever cuando éstos terminarán.
En este sentido, la ingeniería de sistemas ha desarrollado métodos más eficaces para enfrentarse a estos problemas, fundamentalmente centrados en resolver los problemas asociados a la comunicación y en desvelar el conocimiento tácito mediante su codificación. Pero hay que reconocer que estas prácticas son siempre imperfectas, por lo que se requiere de la experimentación y de modificaciones y nuevos ensayos, siempre costosos, para obtener el conocimiento suficiente para alcanzar un diseño estable y apropiado. En este sentido, cualquier innovación exitosa conlleva siempre una miríada de pequeñas modificaciones e iteraciones hasta que el sistema resulta satisfactorio para el personal operativo, algo que muchas veces se extiende a la propia fase de producción, produciéndose realimentaciones sobre el diseño hasta el último momento.
Si bien, en muchos casos, estos cambios tienen un impacto pequeño sobre los plazos y costes del programa, su efecto acumulado es significativo, como se ha podido ver en el caso del avión A-400 o el submarino S-80. No obstante, conviene señalar que estos problemas no se circunscriben al caso español y un breve análisis de los programas de adquisición de naciones más avanzadas como los Estados Unidos, Francia o el Reino Unido, muestra también problemas considerables para cumplir plazos y costes, una cuestión que se extiende también a proyectos civiles de gran envergadura y complejidad, como por ejemplo el programa Galileo.
En segundo lugar, ambos programas se abordan desde una perspectiva fundamentalmente nacional, en la que la gestión del programa se reserva a las empresas nacionales, en particular a un núcleo formado por las empresas más importantes.Todo parece indicar que el Ministerio prefiere ejercer un cierto control sobre la estructura industrial, posiblemente para facilitar la consecución de otros objetivos, en vez de dejar libertad para que sea directamente el propio mercado el que proporcione información sobre la estructura que, en última instancia, se presenta como más apropiada. Si alguna ventaja tiene esta opción es la de proporcionar a estas empresas la oportunidad de mejorar sus capacidades en la ingeniería de sistemas y en la gestión de los programas y de su ciclo de vida, un área donde posiblemente todavía existe un amplio margen para alcanzar la excelencia.
Pero esta opción también conlleva sus riesgos. La gestión de la cadena de suministro, especialmente extensa en estos programas, y la integración final supondrá un reto de gran magnitud, en particular si tenemos en cuenta que los subsistemas serán suministrados por socios tecnológicos procedentes de diversos países. La gestión de esta cadena conllevará importantes costes de transacción, como pueden ser las negociaciones sobre la propiedad industrial en el caso de exportaciones. Esta gestión es especialmente importante pues, si no es apropiada, los problemas asociados a los plazos, costes y prestaciones pueden ser considerables, y en última instancia podrían afectar a la propia reputación de la industria. Aun teniendo éxito, está por ver si esta reordenación del sector en torno a Uniones Temporales de Empresas para afrontar los programas demuestra ser una estructura verdaderamente sólida para hacerse cargo de otros programas futuros, siendo capaz de competir con otras estructuras industriales europeas, algunas de ellas de mayor tamaño e integración.
En este contexto, llama la atención que el Ministerio se ha decantado por la opción nacional frente a las ventajas de un programa internacional con los posibles ahorros en cuanto a los costes no recurrentes de ingeniería, y las economías de escala, gama y aprendizaje que la producción de un mayor número de unidades conllevaría. Si bien esta opción sugiere, a primera vista, que han predominado razones de autonomía, es de desear que, en su elección, se hayan examinado con cierto detalle otras alternativas, habiéndose llegado a la conclusión de que eran menos eficientes. Queda sin embargo por conocer cuál es la cantidad de desarrollo y producción que nuestra industria será capaz de absorber (y el coste que esta absorción conllevará), un aspecto sobre el que, por el momento, todavía no hay información. Se trata de un aspecto esencial si se desea que estas empresas actúen como tractoras del tejido industrial y en particular de las pequeñas industrias.
El objeto de este artículo ha sido plantear algunas cuestiones sobre estos dos programas como son su complejidad, el importante componente de innovación y los difíciles problemas relacionados con la formación de una estructura industrial capaz de llevarlos a buen término. Estas condiciones hacen que raramente se cumplan las previsiones iniciales depositadas en ellos. Reflexionando sobre estas cuestiones me viene a la memoria la operación Market-Garden que el Mariscal de Campo Bernard Montgomery lanzó en septiembre de 1944 con el objeto de capturar algunos de los puentes que cruzaban el Rin al norte de Holanda, entrar en Alemania y lograr el fin de la guerra antes de finalizar el año. Esta ambiciosa operación, sin embargo, acabó fracasando, no lográndose entrar en Alemania hasta marzo de 1945. Se cuenta la anécdota de que el teniente general Frederick Browning, comandante del Primer Cuerpo Aerotransportado aliado, le dijo a Montgomery después de la operación: “Siempre creí que intentábamos tomar un puente demasiado lejano”. Esperemos, sin embargo, que tanto las empresas como la administración demuestren su mejor hacer para alcanzar este objetivo tan deseable como ciertamente lejano.