En estos últimos años hemos visto como la autonomía estratégica se ha convertido en una cuestión especialmente relevante de la política europea. La idea conlleva una Europa más independiente, autosuficiente y resistente en un amplio número de políticas que van desde la defensa, al comercio, la industria, el mundo digital, la economía o la sanidad. Este asunto surgió a finales de la década de 2010 impulsado principalmente por Francia y Alemania, y ha sido plasmado en diferentes documentos como “La estrategia global para la política exterior y de seguridad de la Unión Europea” publicada en 2016.
Se trata de un concepto que no es nuevo y que es especialmente relevante en un mundo hobbesiano donde las naciones consideran que deben tener capacidad para actuar con libertad suficiente, en defensa de sus intereses, ante otras potencias o estados que persigan otros fines no compatibles con los propios. Se trata de una idea que ciertamente ha estado presente en el pensamiento militar desde tiempo inmemorial.
Si bien este enunciado es relativamente elegante, transparente y claro, un análisis del problema nos lleva a la conclusión que, en la práctica, las dificultades para garantizar esa autonomía estratégica son enormes y crecientes, y especialmente en un mundo cada día más interconectado, interdependiente y globalizado. Conseguir, hoy en día, esta autonomía, resulta francamente imposible, siquiera deseable.
Una rápida revisión de la historia nos muestra que esta autonomía rara vez ha sido posible cuando se trata de dotar a las Fuerzas Armadas de sus medios operativos. Así, por ejemplo, España compraba cañones de hierro colado en el siglo XVI a Inglaterra, Dinamarca y Suecia para enfrentarse a la rebelde Holanda, y en el siglo XIX y comienzos del XX, nuestros buques de guerra eran fabricados con el necesario apoyo del Reino Unido. El propio Isaac Peral tendría que adquirir componentes para su submarino recorriendo Europa.
Y, si nos remontamos al siglo XX, vemos que, a lo largo de este siglo, Europa ha sido incapaz de mantener esta autonomía. Así en la I Guerra Mundial, Francia y Reino Unido tendrían que recurrir al apoyo norteamericano para lograr que Alemania pidiera un armisticio. Y, en la II Guerra Mundial, el apoyo norteamericano, en personal, material y medios a los aliados, incluida la Unión Soviética, fue de nuevo esencial para la rendición de Alemania. Esta situación no mejoraría durante la Guerra Fría donde una Europa devastada mostraba escaso interés en reforzar su defensa y desarrollar medios avanzados con este fin. Si bien Francia y el Reino Unido con sus imperios en recesión se mostraron más activos, la crisis de Suez y el abandono de las colonias, entre otras razones, por el enorme coste de mantener un ejército lejos de la metrópoli, demostraron hasta qué punto su autonomía había quedado mermada frente a las dos grandes potencias.
Hoy, en día, la situación no deja de ser menos complicada, las necesidades energéticas de Europa precisan de acuerdos con Rusia, Argelia y Oriente Medio para el suministro de gas y petróleo. Sus necesidades de defensa deben ser atendidas por unos EEUU, dentro del marco de la OTAN, ante sus carencias o limitaciones en capacidades militares como la proyección de fuerza en el exterior, la inteligencia, el mando y control o armas nucleares, etc, que obligan a Europa a coordinarse necesariamente con los EEUU cuando sus intereses están en juego. Los casos de Yugoslavia, Kosovo, Libia o Siria son ejemplos palpables de las limitaciones europeas en esta materia.
Y cuando se habla de dotar a Europa de capacidades militares nos encontramos con unos Estados renuentes para dotarse de medios especialmente avanzados, al menos, comparables a los que poseen los EEUU, algo que ellos reprochan constantemente a Europa en las cumbres de la OTAN. Si bien es cierto que el Plan de Acción Europeo de Capacidades y el Fondo Europeo de Defensa constituyen pasos significativos en la obtención de una mayor autonomía, las cantidades invertidas en I+D de los europeos están muy por debajo, en torno a la séptima parte, de lo que invierten los norteamericanos, lo que sugiere que la brecha en capacidades continúa creciendo.
Pero, ni la propia industria norteamericana de defensa se libra de garantizar esta autonomía. La necesidad de gestionar apropiadamente los programas de obtención de medios, donde cada día vemos como la cadena de suministro se hace más compleja al requerirse proveedores muy especializados que ofrezcan componentes con una buena relación calidad/precio, aunque no sean productores domésticos. Si en los años 70 eran los norteamericanos los que compraban cañones alemanes para sus carros de combate, hoy en día, nos encontramos con piezas para el avión F-35 producidas por China. Es decir, cada día resulta más difícil encontrar sistemas de armas, cuyos componentes pueda ser suministrados nacionalmente con la debida garantía.
Ante todos estos problemas cabe cuestionarse la utilidad que tiene este concepto para guiar la elaboración de políticas, planes y estrategias futuras sin responder antes a preguntas como ¿Qué ventajas aporta una Europa más autónoma en defensa? ¿Qué coste tiene esa autonomía? ¿Tiene sentido esa autonomía en el marco estratégico actual? ¿Tienen más sentido políticas que empleen la interdependencia para alcanzar acuerdos y evitar el conflicto? ¿Puede Europa defender sus intereses, y en su caso proyectar influencia, sin precisar para ello de caros y sofisticados medios de coerción?
En este sentido, la autonomía tiene un coste importante. Desde el punto de vista económico obliga a un cierto proteccionismo, donde los suministradores son europeos y donde las dependencias externas se reduzcan a un valor insignificante. Pero el autoabastecimiento se puede traducir en la elección de soluciones económicamente menos eficientes como la de repetir proyectos de I+D o contratar proveedores domésticos con un coste o calidad inferior, impedir la realización de proyectos internacionales conjuntos en los que la propiedad intelectual esté compartida, etc. que necesariamente tiene un impacto económico negativo.
La pregunta, pues, es determinar hasta qué punto se debe sacrificar las ventajas que aporta la interdependencia frente a las ventajas que aporta la autonomía. Esto es particularmente importante en un contexto donde los problemas de seguridad no se derivan de la competencia por recursos o por cuestiones ideológicas o programáticas que requieren el empleo de la fuerza, sino por la búsqueda de soluciones coordinadas entre naciones para resolver los retos a los que se enfrenta el ser humano como el terrorismo, la ciberseguridad, la emigración ilegal, el cambio climático o las pandemias, por decir algunos ejemplos que precisan de otros medios y capacidades. Como señala Joseph Nye, hoy es el poder blando (soft power) el elemento clave de las relaciones internacionales, y quizá son las herramientas de este poder blando las realmente estratégicas para Europa. En este sentido, es el comercio, el intercambio de conocimiento, la colaboración empresarial o la difusión cultural las áreas donde Europa debe tener capacidad de liderar y hacer, aunque eso implique, de alguna forma, una menor autonomía. Su resultado puede últimamente ser mucho más positivo para generar riqueza y disminuir el número y la gravedad de los conflictos en el mundo.
En este contexto, la colaboración de los EEUU para ejercer coerción en aquellos casos que así se requiere puede ser una opción bastante apropiada, bien en el marco OTAN o en otras misiones internacionales, dada la elevada similitud de pareceres, mientras que para las acciones previstas en los tratados (operaciones de paz y misiones Petersberg) en nuestro vecindario, o tal vez escenarios más lejanos, las capacidades militares europeas podrían ser razonablemente suficientes.
Esto no quiere decir que los europeos no deban hacer esfuerzos en materia de defensa en un mundo en el que los conflictos armados y el empleo de la violencia seguirán estando presentes, aunque a una escala más inferior y periférica, y donde la proyección de paz y estabilidad requerirá siempre una cierta coerción. Es evidente que la colaboración entre los Estados Miembro debe mejorar de forma sustancial con el objeto de aumentar su disponibilidad para realizar misiones, voluntad política que muchas veces se echa en falta. Y que los programas conjuntos dentro de iniciativas como la colaboración estructurada permanente (Pesco) son importantes para dotarnos de medios de coerción más eficientes y económicos.
En resumen, el discurso de la “autonomía estratégica” y de las cuantiosas inversiones que requeriría precisa de una argumentación más sólida sobre las ventajas que aporta frente a los inconvenientes que puede generar, un debate hoy por hoy inexistente, tanto a nivel europeo como nacional, pero absolutamente necesario para determinar hasta qué punto hay que avanzar en esta materia. Europa no debería ver esta autonomía como una añoranza de lo que fue en su día, o un recuerdo de una Grandeur que ya no existe, ni probablemente existirá. En otras palabras, esta deseada autonomía estratégica no debería terminar por convertirse, valga la similitud, en la infructuosa búsqueda del 'Santo Grial' en la Edad Media. Un tesoro largamente apreciado, pero inexistente e irreal, por el cual los caballeros medievales sufrirían enormes fatigas y desvelos, que bien podrían haber dedicado a labores más perentorias e importantes para su vida y su bienestar. Ciertamente deberían ser otros valores y objetivos los que guíen a una Europa que desea tener un papel clave en el mundo en este siglo XXI y contribuir a la paz y estabilidad mundial.