Recién cumplidos los 75 años, los mismos que la República Popular China, la Alianza Atlántica es una 'Vecchia Signora' que parece estar muy lejos de jubilarse.
Su gestación comienza casi inmediatamente después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Europa estaba devastada. Además de su reconstrucción afrontaba la amenaza expansionista soviética, con su telón de acero identificado por Churchill en Fulton. La guerra civil griega, el golpe de Praga y el bloqueo de Berlín aceleraron las conversaciones para establecer una alianza que vinculase jurídicamente a los Estados Unidos con la defensa del mundo libre. El acuerdo que llevó a la firma del Tratado de Washington se alcanzó en pocos meses, con mucha insistencia europea para vencer las reticencias norteamericanas.
Estados Unidos rompe la tradición de no establecer alianzas defensivas permanentes y asume su “destino manifiesto”. Se formula la llamada doctrina Truman, sobre las ideas de contención del comunismo plasmadas por Mr. X en un artículo que quizás convenga releer, y que se traducen en un también famoso informe, el NSC 68, publicado en 1950 cuando comienza la guerra de Corea.
La OTAN vive su infancia en un ambiente complejo. Son 12 países, a los que pronto se sumarían Grecia y Turquía, que tienen que reconstruirse y afrontar los primeros conflictos de descolonización. La incorporación de la República Federal de Alemania produce como reacción la creación del Pacto de Varsovia que materializa el enfrentamiento entre bloques. La Comunidad Europea de Defensa era una utopía.
En 1956 se produce una crisis de infancia. La revolución húngara y la intervención franco-británica en Suez demuestran el predominio norteamericano en términos estratégicos. Por un lado, se marcan los límites de las esferas de influencia, y por otro, se manda el mensaje de que no se consentirán acciones que no cuenten con el beneplácito de Washington. Europa se centra en su construcción económica y en 1957 se firma el tratado de Roma. Su defensa quedaba enmarcada en la OTAN.
La construcción del muro de Berlín y la crisis de Cuba marcan los momentos más difíciles de la guerra fría. Poco después la Alianza vive una crisis de adolescencia tardía con la retirada francesa de la estructura militar de la organización. La llamada doctrina de respuesta flexible, planteada una vez que la URSS había alcanzado la paridad nuclear, es considerada por algunos socios europeos, notablemente Francia, como un debilitamiento del compromiso norteamericano en la defensa colectiva. No obstante, la respuesta flexible, con el compromiso americano de emplear fuerzas nucleares si las convencionales fallaban, se mantuvo vigente hasta 1989. La retirada francesa prácticamente coincidía en el tiempo con la invasión de Checoslovaquia, que suponía reconocer de facto la validez de la doctrina de soberanía limitada de Breznev.
Nuestra adolescente, una vez superada su crisis, vive unos años en los que el diálogo de Helsinki abre un proceso de distensión entre bloques para pasar de la coexistencia a la cooperación. En pleno proceso, la crisis del petróleo plantea dudas sobre la solidaridad mutua de los países europeos de la Alianza y lleva a la Alianza a considerar la influencia de los factores económicos en la seguridad. El clima de cooperación se rompe con el despliegue de misiles nucleares tácticos soviéticos en la República Democrática Alemana y la consiguiente respuesta occidental. La llamada crisis de los euromisiles, vuelve a recordar los momentos duros de la guerra fría y produce una crisis de juventud. Los movimientos pacifistas propagaron el eslogan “mejor rojo que muerto” dando la vuelta a una frase de la propaganda anticomunista alemana de la guerra mundial. La crisis se resolvería con la llamada “doble decisión”, que básicamente consistía en mantener un despliegue nuclear táctico y negociar, en un plano de igualdad, su retirada. Una decisión que finalmente llevaría a la firma del tratado INF ya con Gorbachov y Reagan al frente de las superpotencias. Ambas figuras serían claves para que la OTAN alcanzase su plenitud, ya estrenada la cuarentena, e incorporando a España como miembro número 16 con muchos matices y condicionantes.
En 1989 cae el muro de Berlín y en 1991 la URSS deja de existir. El colapso del imperio soviético anuncia el triunfo occidental, y por tanto de la OTAN, y se aventura “el final de la historia”. No será así. Como buena cuarentona la Alianza, en su éxito, sufre una crisis de identidad. La apertura de la cooperación con los antiguos rivales supone que, para algunos, su existencia pierda sentido. Se comienzan a cobrar los dividendos de la paz, cuyos efectos estamos todavía sufriendo, y se agudiza el debate sobre el reparto de cargas entre ambos lados del Atlántico. Un debate que no está cerrado.
Sin embargo, la realidad es tozuda. La incapacidad europea y del sistema de Naciones Unidas para poner orden en las guerras de desintegración de Yugoslavia obligan a recurrir a nuestra “cuarentona”. A finales de 1995 se aprueban las operaciones aéreas aliadas y el despliegue de fuerzas OTAN en Bosnia. Justo cuando se inicia el mandato del español Solana como Secretario General. Una figura que había sido protagonista de la evolución de la postura del PSOE, que siguiendo postulados de “realpolitik” había abandonado el eslogan “OTAN no, bases fuera”. El estatus de las bases americanas en España cambió en 1986, pero se mantuvo nuestra presencia en la Alianza, sin entrar en la estructura militar integrada, bajo la fórmula de los llamados acuerdos de coordinación. España había estado ligada al esquema de seguridad occidental desde 1953 pero sin disfrutar de sus ventajas. Una situación que era necesario corregir.
España se incorpora a la estructura militar integrada en 1999. Ese año se incorporan a la organización Chequia, Hungría y Polonia, y se produce la intervención en Kosovo, también durante el mandato de Solana, lo que supone la plena madurez de la organización. Los ataques del 11-S producen que por primera vez se invoque el artículo 5, que compromete a la defensa mutua. Aparecen nuevas amenazas a las que la Alianza responde con la adopción de una nueva estructura de mandos y al despliegue en Afganistán. Durante la primera década del siglo XXI se incorporan tres antiguas Repúblicas ex soviéticas, dos países de la antigua Yugoslavia y otros 4 que habían formado parte del Pacto de Varsovia. Con 60 años la “vecchia signora” está en su esplendor y con más fuerza que nunca, aunque no sin discrepancias como las surgidas por la segunda guerra de Irak en 2003.
La crisis financiera de 2008 golpea con dureza a los países occidentales. Nuevamente la defensa paga las consecuencias. La práctica totalidad de los países europeos de nuevo recortan drásticamente sus presupuestos de defensa, lo que hace renacer el debate sobre el reparto de cargas en un escenario internacional que se complica. Irak, Libia, Siria y el creciente revisionismo ruso ponen de relieve las debilidades europeas en el marco de la defensa colectiva.
Superada la crisis económica ante la insistencia norteamericana, que empieza a mostrar cada vez más preocupación por la zona de Asia Pacífico, y por la creciente amenaza rusa, durante la cumbre de Gales los aliados atlánticos aprueban el llamado “NATO Defence Pledge” para que de forma solidaria todos los miembros incrementasen su compromiso solidario en términos de “cash, contributions and capabilities”: dinero, fuerzas y capacidades. Un objetivo que ha marcado el debate desde entonces y cuyos términos económicos ahora se plantean como un acuerdo de mínimos. Los países europeos empiezan a reconocer que no pueden dejar de lado la política de defensa común e inician un camino para contar con mayores capacidades y disponer de libertad de acción ante el temor de que el vínculo transatlántico se debilite.
En 2022 se produce la invasión rusa de Ucrania. La segunda en menos de una década. Poco antes se habían incorporado otras dos repúblicas ex yugoslavas, y habíamos vivido el repliegue de Afganistán. Aunque algunos dirigentes políticos consideraban a la OTAN como obsoleta y llegaron a anunciar su muerte cerebral, tras el ataque a Ucrania, la Alianza está muy lejos de la crisis de la jubilación. Con la incorporación de Finlandia y de Suecia se alcanza la mayor expansión geográfica y se reconoce el valor de la Alianza como pilar de la defensa colectiva por parte de dos países tradicionalmente neutrales pero que viven la amenaza muy de cerca. El papel de la OTAN cobra nuevo valor como verdadero garante de la seguridad colectiva, lo que no debería ser óbice para insistir en la construcción de sólidos esquemas de defensa europeos.
El encaje de una defensa europea más sólida y menos dependiente de Washington es uno de los desafíos. No es el único. El más urgente es resolver la situación en el flanco oriental, pero a más largo plazo la OTAN deberá buscar su posición en un mundo multipolar, donde la rivalidad entre las superpotencias es una realidad. La mayor parte de los desafíos son de índole política. Los resultados de las elecciones de este año al Parlamento Europeo y las Presidenciales norteamericanas son relevantes en cuanto a la determinación del futuro de la colaboración. En materia de defensa, no se trata solo de dinero. La mejora de las capacidades, tanto de disuasión como de respuesta, necesitan también políticas sólidas en un mundo multipolar donde aumentan los escenarios de conflicto y aparecen nuevas potencias con ambiciones estratégicas globales o regionales. Escribimos estas líneas cuando llegan las primeras noticias del ataque iraní a Israel, cuyas consecuencias son difíciles de aventurar.
Surge la cuestión de si el compromiso transatlántico se mantendrá más allá de la conflictividad en el este y de si este alcanza a otras zonas geográficas donde los intereses de los aliados pueden ser divergentes. Más allá de la reorientación estratégica que pudiera adoptarse en la OTAN, el compromiso de seguridad colectiva debería mantenerse, ciertamente con un mayor peso de los países europeos. Algo que no debe verse como una contradicción.
El vínculo transatlántico no afecta solo a la seguridad o a la necesidad de afrontar una amenaza que es real. Europa y Estados Unidos están estrechamente ligados. El comercio entre los países europeos y Norteamérica supera los 1,2 billones (españoles) de dólares, casi el doble del valor que el intercambio comercial entre Estados Unidos y China. Las compañías europeas generan en Estados Unidos 5 millones de puestos de trabajo directos y la inversión que realizamos los europeos allí es 10 veces superior a la que realizamos en India y China juntas. Por su parte la inversión norteamericana en Europa es 4 veces superior a la que se realiza en el área de Asia-Pacífico.
Pero no solo nos unen una amenaza y unas relaciones económicas y comerciales muy intensas. Nos une sobre todo una serie de valores y una base cultural común cuyos fundamentos no podemos olvidar y que tenemos que defender. La OTAN se nos presenta como una Alianza esencial para evitar “la debacle de occidente” que algunos pensadores vaticinan (1). En ese marco los europeos tenemos que asumir nuestra responsabilidad, pero sin imposiciones desde el otro lado del Atlántico.
1 Olier, Eduardo. La debacle de Occidente. Las guerras del siglo XXI. Sekotia. 2023.