Ucrania. ¿Es posible una victoria militar?
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Ucrania. ¿Es posible una victoria militar?

Caratula opinion almirante rodriguez garat
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En un artículo publicado anteriormente en Infodefensa defendí la hipótesis de que, mientras Putin sostenga en Rusia las riendas del poder, no cabe apostar por un final negociado en la guerra de Ucrania. Para evitar extenderme en demasía, diferí entonces para otra ocasión el análisis del escenario militar. ¿Podemos esperar un final impuesto por la fuerza de las armas? Si es así, ¿quién, cómo y cuándo puede ganar la guerra?

Desde la publicación de aquél artículo, un cierto número de lectores —en realidad fue uno, pero ¿dejará el uno, en la era de la igualdad en que vivimos, de ser un número como los demás?— se ha dirigido a mí para pedirme que cumpla mi promesa. Agradeciéndole el interés al anónimo lector, me gustaría comenzar definiendo las condiciones de esa victoria.

Ucrania, desde luego, no aspira a la rendición incondicional de Rusia, suficientemente extensa para derrotar con la fuerza de su geografía a Napoleón y Hitler y que, además, sigue siendo una gran potencia, aunque solo sea en el ámbito de lo nuclear. Su victoria en la guerra —es decir, la situación final deseada por Zelenski y su pueblo— vendría definida por dos condiciones que, en este momento, parecen un sueño imposible. Por una parte, la recuperación de su integridad territorial, lo que implica la retirada de Rusia de todas las regiones ocupadas, incluida Crimea. Por la otra, el reconocimiento de su plena soberanía, que por supuesto incluye la libertad para presentar su candidatura a la UE y a la OTAN si los ucranianos así lo desean.

Para Rusia, una rendición incondicional de Kiev llevaría consigo la caída del régimen de Zelenski, la partición de Ucrania por una línea que la aleje del mar Negro, su desarme y la vuelta de los restos del país vencido a la órbita de Moscú. Pero, si la derrota de Kiev no es completa y hay que negociar condiciones —casi siempre ocurre así— la piedra angular de la victoria rusa no estaría en la futura alineación de los vencidos sino en la cesión de las regiones anexionadas en septiembre de 2022, imprescindible para que Putin pueda celebrar su victoria y Rusia pueda empezar a sanar sus heridas y recobrar poco a poco su puesto en el mundo.

Habrá quien piense que, mientras tenga la soberanía de facto, a Rusia le da igual que Ucrania ceda o no formalmente los territorios ocupados. Eso ha dicho alguna vez el en su día prestigioso ministro Lavrov, cada día menos diplomático y más forajido, quien sabe si por miedo —la corte de Putin empieza a parecerse a la de Stalin— o por convicción. Pero miente Lavrov. Las fronteras internacionalmente reconocidas siguen pesando, y mucho, en las relaciones de Moscú con el mundo.

No son solo las sanciones, que frenan la economía rusa y su desarrollo tecnológico; o las repetidas humillaciones en foros internacionales, única interpretación posible del hecho de que la candidatura recién presentada por Rusia al Consejo de Derechos Humanos de la ONU haya sido derrotada por las de países de tanto prestigio internacional como Albania y Bulgaria en votación secreta. Trascendiendo de la economía y de la política, Rusia se siente aislada aunque, como la España del final de la Segunda Guerra Mundial, culpe a los demás de tal injusticia. Sirva como botón de muestra este detalle menor, pero en absoluto anecdótico: Rusia acaba de ser suspendida sine die del Comité Olímpico Internacional por tratar de incorporar a su estructura deportiva a los comités de Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk, que formalmente dependen del Comité Olímpico ucraniano. No es el fin del mundo, pero tampoco es una fruslería como el Festival de Eurovisión, que ha tenido bastante más eco mediático.

El frente militar

Para acabar con una guerra que a todos perjudica —bueno, no a todos, pero sí al menos a Rusia y a Ucrania— hay que obligar al enemigo a aceptar condiciones. Pero ¿cómo lograrlo? La respuesta obvia pasa por la derrota de sus ejércitos en el campo de batalla, pero ¿es esta una posibilidad realista?

Conviene recordar que Rusia perdió por sus propios errores las dos grandes oportunidades de poner fin a la guerra que tuvo antes de que se estabilizaran los frentes. La primera fue la frustrada entrada en Kiev en los primeros días de la campaña. No fue solo en Kiev, por cierto. Idéntica fijación por las ciudades —que solo en la capital parecía justificada por lo que estaba en juego— frenó el progreso de los invasores en Járkov, Chernígov, Mariúpol o Mikolaiv, esta última en el soñado camino de Odesa. Quería Putin una victoria relativamente incruenta, como la de Checoslovaquia en 1968, única forma de evitar una larga ocupación militar; y pronto se encontró con que, excepto en el sur, no tenía nada entre las manos.

La segunda oportunidad perdida, ya en el mes de abril, fue la ofensiva que, desde la estratégica ciudad de Izium y en dirección sur, tenía como propósito cercar a las fogueadas unidades ucranianas que defendían el frente en el Donbás. Tardía, previsible y planeada con fuerzas insuficientes, la maniobra rusa, que podría haber tenido éxito en febrero, estaba destinada a fracasar en un mes de mayo que solo aportó a la causa del Kremlin un premio de consolación: la ciudad de Mariúpol.

A esta primera fase de oportunidades perdidas sucedió un período difícil para ambos bandos. El Ejército ruso, mal dirigido —como prueban los continuos cambios de liderazgo— corto de personal y prácticamente privado de apoyo aéreo por razones que cuesta explicar, consiguió avanzar lentamente en el Donbás al lento ritmo de la artillería. Su ofensiva le llevó hasta los límites de la región de Lugansk, pero pagó sus muchos errores tácticos, logísticos y de planificación cuando los contraataques ucranianos le obligaron a abandonar la región de Járkov y ceder sin combatir la ribera derecha del Dniéper.

Desde entonces, la guerra se ha convertido en un sangriento forcejeo de peones, sin que se aprecie resquicio alguno que permita poner en jaque a uno u otro bando. Los medios de comunicación y los servicios de propaganda de ambos lados, cumpliendo su obligación de vendernos historias que tengan interés, suelen poner la lupa sobre la línea del frente para celebrar o negar los avances de unos y otros, conseguidos a un altísimo precio en vidas y material. Pero, si dejamos la lupa a un lado, no es mucho lo ocurrido en los últimos trescientos días, la segunda mitad de la guerra. La toma de Bajmut, que algunos propagandistas del Kremlin celebraron como el principio del fin de la campaña, no ha servido para ir siquiera un metro más allá de los límites administrativos de la ciudad. La celebrada rotura de la línea rusa en Robotyne, muy meritoria por haberse logrado entre densos campos de minas y sin más apoyo aéreo que el de los drones, ha sido tan lenta que a los defensores les ha sobrado tiempo para recomponer las defensas apenas unos pocos kilómetros más al sur.

¿Cuánto puede durar este forcejeo de peones? Se ha dicho que las predicciones son siempre difíciles, particularmente cuando se refieren al futuro. Pero no hay indicio alguno de que vaya a cambiar la situación. No es solo que no se consiga romper el frente. Es que, hoy por hoy, ninguno de los bandos dispone de las brigadas mecanizadas que serían necesarias para explotar cualquier posible brecha. Pocos reparan, además, en que si Rusia tuviera las fuerzas que le atribuyen los rusoplanistas más optimistas, nada le impediría volver a lanzar una nueva ofensiva sobre Kiev desde sus propias fronteras o desde Bielorrusia. Si no lo hace es porque no puede.

Mejor informado que los rusoplanistas —y no ha sido siempre así a lo largo de la guerra— el propio Putin se consuela de su decepción apostando decididamente por el largo plazo. El esfuerzo realizado para levantar imponentes líneas defensivas en los puntos más amenazados de su despliegue sugiere que, en la mayoría de las direcciones, no tiene la menor intención de seguir adelante. Su política de potenciación de la base industrial y su resistencia a movilizar el personal adicional que sería necesario para una verdadera ofensiva, confirma que Putin se resigna —puede que no sin cierta complacencia— a gobernar Rusia en los próximos años con la guerra como un telón de fondo que tape todos los problemas políticos que no resuelvan sus tribunales. Pero, mejor que a mí, oigamos como él mismo redefine su estrategia. Del “todo va conforme a lo planeado” de los primeros meses ha pasado a "avanzamos tranquilamente hacia la consecución de nuestros objetivos. Si se detiene el suministro de armas occidentales a Ucrania, solo le quedará una semana de vida". Queda, pues, al descubierto cuál es la carta que le queda por jugar.

Por parte ucraniana, la apuesta por el largo plazo no es propiamente una estrategia, sino una imposición. Sus fuerzas lo tendrán muy difícil para llegar al mar de Azov y, si finalmente lo consiguen, no será este año sino, en el mejor de los casos, el que viene. Y ese objetivo, que hoy no está a su alcance, no es más que el principio. Mucho más costoso será recuperar el Donbás, y todavía más arrebatar a Putin la península de Crimea, su legado histórico.

Incluso suponiendo que, tras un improbable colapso de un Ejército ruso que parece ir mejorando y aprendiendo de sus errores —margen, desde luego, tenía— las tropas de Zelenski llegaran hasta una frontera que no pueden cruzar, ¿qué obligaría a Rusia a firmar la paz? Nada mientras viva Putin que, por la cuenta que le tiene —nunca duran mucho los dictadores caídos— no vacilaría en seguir combatiendo desde su propio territorio para seguir agarrándose a la ficción que desde hace más de un año le sostiene a flote: la de que su Ejército terminará alcanzando todos los objetivos de la operación especial.

La carrera de fondo

Contra lo que muchos pensaban, y a pesar del efecto sorpresa, Rusia no ha conseguido derrotar a Ucrania en el esprint. Pero ¿quién ganará la carrera de fondo? Putin asume que será él, y no le faltan argumentos. Por PIB, población e industria militar, factores importantes en toda guerra, supera en mucho a Ucrania. Pero sus bazas no son tan claras como parece a primera vista. Si consideramos la población, no solo cuenta el número de posibles reclutas sino la capacidad de movilizarlos, y ese es un punto débil de todo ejército que lucha en suelo extranjero. Lo fue para los EE.UU. en Vietnam y para la URSS en Afganistán. También lo está siendo para la Rusia de un atribulado Putin que, atado por sus promesas, ni siquiera se atreve a llamar a los reservistas que necesitaría para reemplazar a los que llevan casi un año combatiendo.

Para equilibrar los otros sumandos de la ecuación —es decir, la economía y la producción de armamento— Kiev cuenta con el apoyo de la mayoría de los países de la OTAN y la UE. ¿Es sólido este apoyo? Lo que podemos ver es que, a pesar de los palos que la política interna de los países democráticos suele poner en las ruedas de su política exterior, cada poco tiempo se conceden a Ucrania fondos adicionales y se cruzan nuevas líneas rojas en el armamento que se le suministra a su Ejército. Tal como reconoce Izvestia estos días “los países occidentales han aumentado el apoyo militar y financiero a Kiev en el contexto de la operación especial rusa para proteger el Donbás.” Frente a esta realidad, lo que nos cuentan muchos —y ese es el milagro de la desinformación— es justo lo contrario: ya estamos agotados de apoyar a Ucrania. La pregunta clave ya la hizo en su día Groucho Marx: “¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?”

Si hablamos de material, nuestros ojos nos muestran una línea bastante consistente. De los misiles anticarro y antiaéreos de corto alcance de los primeros días, se ha ido pasando a artillería de 155, drones, cohetes HIMARS, misiles antibuque Harpoon, misiles antiaéreos Patriot, IRIS-T o NASAMS, vehículos blindados, carros de combate —ciertamente pocos, de demasiados tipos y nunca lo mejor de cada casa— municiones clúster y de uranio empobrecido y misiles tierra-tierra como el Storm Shadow y el Scalp. Acaban de entrar en acción por primera vez, y con bastante éxito, los misiles balísticos ATACMS. El próximo año se recibirán aviones F-16, desde luego de variantes antiguas, pero capaces de emplear las municiones inteligentes que existen para ellos. Habrá quien ponga el acento en que falta munición de artillería —algo que ya ocurre en los dos lados— y quien, entre tantos síes, prefiera destacar el no de Alemania a aprobar la entrega del misil Taurus. Pero el progreso es evidente.

Es cierto que Ucrania no solo necesita armas. Necesita también recursos para mantener en marcha la administración, lastrada por la guerra. Pido ahora disculpas al lector porque los caballeros no hablan de dinero. Quizá yo no lo sea, porque el asunto me preocupa. El caso es que no por decisión democrática —hay una mayoría clara de ambos partidos en favor de la ayuda— sino por la rebelión de un puñado de congresistas republicanos contra el líder de su propio partido en el Congreso, en los Estados Unidos se ha pospuesto la aprobación de nuevos créditos presupuestarios. Aun quedan recursos sin consumir de anteriores actas, pero nadie puede predecir cuando volverá a ponerse en marcha el Congreso, y de que forma conseguirá la mayoría imponerse a la minoría en un Capitolio donde no existe disciplina de voto.

¿Aprobará el Congreso nuevas ayudas a Ucrania? Hay muchos factores que sugieren que sí. El primero, el interés de los congresistas, que mayoritariamente apoyan la causa ucraniana y que, como suele ocurrir en los EE.UU., suelen terminar llegando a acuerdos que favorezcan a sus respectivas circunscripciones. El segundo, el interés de la Casa Blanca, que quiere proyectar el liderazgo internacional de Biden de cara a las próximas elecciones. El tercero, el interés de los EE.UU., que obtiene ventajas estratégicas de la guerra que compensan sobradamente unos gastos que no llegan al 5% de su presupuesto de Defensa.

¿Qué pasará si llega a la Casa Blanca un candidato republicano? A pesar de las declaraciones que puedan hacerse en la campaña buscando votos —que de eso va el juego de la política— cuando terminen las elecciones se impondrá la cordura. Con toda seguridad, los EE.UU. no cambiarán de bando. Dependiendo de quien sea el vencedor, la ayuda financiera puede reducirse, o entregarse con otras condiciones. Pero no llegará el colapso porque, contra lo que muchos creen, el margen en Ucrania sigue siendo amplio. La ciudad Bosnia de Sarajevo aguantó a los ejércitos de Mladic sometida a un cerco militar y un injusto embargo de armas. A Kiev le queda mucho para llegar a esa situación.

Claro que ¿aguantarían las ciudades ucranianas lo mismo que Sarajevo? La respuesta a esa pregunta nos exige analizar el frente civil, el verdadero talón de Aquiles de las naciones cuando libran una guerra de larga duración.

El frente civil

Cuando en el frente no progresan las operaciones militares, las naciones suelen esforzarse por hallar atajos de resultado incierto. El más improbable de estos atajos —y, sin embargo, el más perseguido en los tiempos modernos— nos lleva a intentar forzar el colapso de la sociedad que soporta el vital frente civil del enemigo. Las campañas de bombardeo estratégico de la Segunda Guerra Mundial nos señalan una manera cinética de intentarlo que, históricamente, rara vez ha tenido éxito. Las campañas de desinformación y propaganda, destinadas a cuestionar la causa que el enemigo defiende, erosionar su fe en la victoria o magnificar los sacrificios de todo tipo que conlleva la guerra, son la alternativa en el moderno dominio de la información.

Vayamos primero con los ataques a las ciudades. Aunque lo haga más despacio de lo que querríamos, el mundo progresa. El Primer Protocolo Adicional a los Convenios de Ginebra, que entró en vigor en 1977, desmonta el pretexto que justificaba los bombardeos aéreos de la Segunda Guerra Mundial —se alegaba entonces que la moral de los ciudadanos era en sí un objetivo militar— y prohíbe los ataques deliberados a la población civil.

Muy debatidos estos días a consecuencia de la guerra de Gaza, pero poco leídos por muchos de los que dogmatizan en la televisión sobre su cumplimiento o no por el ejército israelí, los convenios de Ginebra solo representan el estado del arte del Derecho Internacional Humanitario en el momento de su firma, hace ya muchas décadas. El articulado del primer protocolo adicional, que protege a los civiles en los conflictos bélicos, es el mínimo común denominador de las posiciones de las naciones en 1977, y está muy lejos de parecerse al mundo ideal con el que a todos nos gustaría soñar. En él se reconoce el derecho de los beligerantes a destruir un hospital si desde él se combate a las fuerzas propias, por mucho que la idea repugne a la opinión pública de las sociedades occidentales, por suerte acostumbradas a las operaciones de paz y no a la guerra.

Es posible que mis nietos vean cómo nace un Derecho Internacional Humanitario más auténticamente humanitario —valga la redundancia— que el actual pero, si nos atenemos a lo regulado por los convenios vigentes, la legalidad de las acciones bélicas en las ciudades está condicionada a algo tan subjetivo como es la proporcionalidad entre los daños a los civiles y las ventajas militares de cada acción. Por esta puerta, que no es precisamente el ojo de una aguja, Rusia justifica la inútil canallada de dejar sin calefacción a los civiles en el duro invierno de aquellas latitudes. De la misma manera, podría Putin intentar justificar la muerte de los más de diez mil civiles ucranianos identificados por la ONU, incluidos 500 niños, en año y medio de guerra. Es una cifra horrible —y por eso Rusia prefiere negarla o acusar a Ucrania de la mayoría de las muertes— pero en Dresde murieron 40.000 personas en solo dos días y Alemania siguió combatiendo hasta que cayó Berlín.

¿Pueden Putin o Zelenski superar lo de Dresde? Ucrania, desde luego, no tiene los medios para hacerlo. Rusia sí, pero no de la manera que muchos creen. La revolución de los asuntos militares que, con uno u otro nombre —no es el momento de abordar esto con un enfoque académico— ha caracterizado mis años de servicio, ha provocado el progresivo reemplazo de las bombas de caída libre que protagonizaron la Segunda Guerra Mundial por misiles y, más recientemente, también por drones. Ambos son, desde luego, armas más efectivas para los ataques de precisión. Pero fracasan cuando el objetivo se convierte en planchar una ciudad.

Kiev puede tener varios cientos de miles de edificios —en España, solamente las viviendas unifamiliares suman casi ocho millones— y nadie tiene la cantidad de misiles que sería necesaria para destruirlos. ¿Puede Rusia volver al pasado y recurrir al bombardeo aéreo masivo con armas tontas? No sería ni legal —los convenios de Ginebra exigen armas capaces de discriminar los objetivos militares y los civiles— ni técnicamente posible. Ya no existen los centenares de bombarderos que serían necesarios y, además, Rusia tendría que destruir primero las defensas aéreas de Ucrania, lo que no parece estar más a su alcance que cruzar por la fuerza el río Dniéper. ¿Y las armas de destrucción masiva? Hablaremos de ellas, desde luego, pero más adelante.

Si se me pide un pronóstico, la sociedad ucraniana no se va a rendir porque le corten la luz durante algunas horas al día en pleno invierno, ni por el goteo de muertos civiles en los bombardeos rusos. No hace falta remontarse a la Segunda Guerra Mundial para reconocer que los seres humanos aguantamos mucho más de lo que creemos. Además, y aunque las circunstancias sean muy diferentes desde la perspectiva ética, nadie renuncia a salir en fin de semana por miedo al tráfico aunque las cifras de fallecidos en accidente sean comparables. Hay algo en nuestra naturaleza que nos impulsa a creer que le va a tocar a otro.

Mucho menos, por supuesto, conmoverán a Rusia los esporádicos ataques ucranianos. Es probable que el sufrido pueblo ruso sienta la presencia de drones enemigos en su propio suelo como un aguijonazo que espoleará su voluntad de continuar la guerra, más que reducirla. Si Zelenski los autoriza, seguramente será porque cree que pueden debilitar la confianza de los rusos en el liderazgo de Putin o por dar satisfacciones a su propio pueblo. Personalmente, creo que se equivoca, pero doctores tiene la Santa Madre Iglesia.

Si los bombardeos no van a destruir el frente civil ni en Rusia ni en Ucrania, queda, desde luego, la alternativa “blanda”, la desinformación. No insistiré ahora sobre ella porque ya he analizado sus efectos para Infodefensa hace algunos meses. Baste decir que, sin negar sus réditos en las sociedades occidentales, de las que Ucrania tanto depende, no hay el menor indicio de que haya conseguido debilitar el apoyo popular a Zelenski en Ucrania o a Putin en Rusia. En las calles de Kiev, los bombardeos diarios y la conducta de las tropas rusas sobre el terreno, acusadas de innumerables crímenes de guerra, desmienten las garantías de seguridad que Putin dio a los civiles y sus argumentos sobre el carácter humanitario de su campaña. Si en algún momento falla la esperanza, el odio y el miedo sostendrán la resistencia de los ucranianos. En Moscú, la férrea censura establecida por el Kremlin y las duras condenas a los ciudadanos críticos con la guerra cortan de raíz cualquier brote de rebeldía que Kiev pudiera intentar explotar.

En resumen, el frente civil en ambos bandos parece hoy tan sólido como el primer día. También ahí la guerra está estancada. En seiscientos días de sangre y mentiras, solo la rebelión de Prigozhin parece haber agitado un poco las aguas, y no ha sido en Ucrania sino en Rusia. Pero el rápido castigo al culpable —al que un Putin que no tiene vergüenza acusó de derribar su propio avión mientras, borracho o drogado, jugaba con granadas de mano— parece haber devuelto la tranquilidad al único sector que, en Rusia, se atreve a cuestionar al dictador. En demanda, por cierto, de un mayor compromiso con la guerra, no con la paz.

Los ases en la manga

Los pronósticos de los analistas, ya sean profesionales o aficionados como es mi caso, suelen verse desmentidos por la realidad. Para evitarlo, la prospectiva, autodefinida como la ciencia que estudia el futuro, nos invita a contemplar alternativas a partir de ciertos puntos de bifurcación que configurarían caminos diferentes a las distintas realidades posibles. Claro que todo esto lo explicaba mucho mejor el maestro Yoda cuando decía “siempre en movimiento el futuro está.”

Hemos analizado someramente todas las cartas que Putin y Zelenski parecen tener en la mano para jugar esta partida. Zelenski, el agredido, no tiene mucho más a lo que recurrir. Pero ¿qué ases tiene Putin en la manga para construir un futuro diferente en la guerra de Ucrania? El arma nuclear, desde luego es uno de ellos. El otro es la guerra. Bien podría un Putin acorralado olvidarse de la ficción de que la invasión de Ucrania es una operación especial y llamar a filas al pueblo ruso para abrumar con su número al Ejército de Zelenski.

La amenaza nuclear, a la que Putin recurrió en los primeros momentos de la invasión, fue en su día analizada en profundidad por muchos autores. Pero, desde que China y la India advirtieron al dictador ruso de que por ahí no pasaban, ya son solo Medvedev y Kadírov, dos versos sueltos en el de por sí anárquico discurso del Kremlin, quienes la recuerdan esporádicamente. Por el momento, ha sido el propio Putin quien zanjó la cuestión cuando aseguró que el uso de armas nucleares en la Guerra de Ucrania “no tenía sentido político ni militar”.

Puede el lector argumentar que en ocasiones —contadas, dirán los rusoplanistas— Putin no ha dicho la verdad. Pero esta vez le creo porque cuando tiene razón, tiene razón. Un ataque nuclear contra un adversario que no dispone de esas armas no tendría sentido político porque comprometería los pocos apoyos con que cuenta Moscú y porque destruiría para siempre el fundamento tácito del tratado de no proliferación, algo que va contra los intereses de todas las potencias nucleares, incluida Rusia. Pero, sobre todo, no tendría sentido desde el punto de vista militar. ¿Qué haría Putin con esa arma? ¿Un uso estratégico, contra una ciudad? Está prohibido por el Derecho Internacional Humanitario desde 1977… y ¿cómo culparía de eso a los ucranianos?

¿Un uso táctico entonces? ¿Contra qué? ¿Tiene Ucrania portaaviones o submarinos nucleares? ¿Tiene grandes formaciones acorazadas? ¿Tiene aeropuertos repletos de aviones de combate? Un arma de poca potencia lanzada sobre el frente mataría a unos centenares de ucranianos, pero también a no pocos rusos y el precio, incluso desde el punto de vista militar, sería excesivo. En primer lugar, la radiación afectaría a terreno que Rusia reclama como suyo, porque prácticamente todo el frente discurre por las regiones formalmente anexionadas. Además, la nube radioactiva se movería con el viento, quién sabe hacia dónde, y los soldados rusos, que en ocasiones han tenido que comprarse sus propios chalecos, no disponen de protección NBQ. Tampoco cabe olvidar que, aunque Ucrania no tenga armas nucleares, Rusia también es vulnerable porque, si recurre a ellas, legitima a Zelenski para atacar sus centrales de generación de energía, empezando por la ocupada de Zaporiyia.

¿Y la guerra total? No creo que Putin quiera recurrir a declararla porque sería reconocer su error, comprometer su legado histórico, alienar a buena parte del pueblo ruso —que parece apoyar esta guerra pero no se presenta voluntario para combatir— y, en general, elevar las apuestas sin ninguna garantía de que los riesgos que asumiría su régimen sirvieran para derrotar a un enemigo que, sin ninguna duda, respondería con su propia movilización.

Tablas sin gloria

Descartados la mayoría de los posibles finales, y siempre a reserva de lo advertido por el maestro Yoda, la partida militar parece que terminará en tablas. Unas tablas sin gloria para Rusia, que ha dilapidado el prestigio de sus Fuerzas Armadas. Sin excesiva gloria tampoco para Ucrania, que está pagando un alto precio por el error de Zelenski al minusvalorar las advertencias recibidas sobre la invasión.

Si nadie lo remedia, no hay más salida para la Guerra de Putin que la cronificación. ¿Habrá un armisticio sobre una frontera no reconocida como en Corea? ¿Un telón de acero entre la Ucrania ocupada y la libre? Ambas soluciones llevan a Ucrania a Europa y a Rusia, para desgracia de todos pero sobre todo del pueblo ruso, a Asia. Solo el final del régimen del dictador puede evitar que se consume esta tropelía histórica. Y, por desgracia, no ocurrirá mañana.



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