(Especial CEEAG para Infodefensa) Hoy estamos frente a un mundo convulsionado e inquieto, donde prima la incertidumbre y el miedo a lo desconocido, sobre todo en el contexto de la pandemia por el coronavirus. Pero en paralelo, en las últimas semanas han sucedido ciertos eventos que destacan por su alto nivel de violencia. Algunos de ellos son:
-Corea del Norte demolió la oficina de enlace con Corea del Sur como respuesta a la supuesta propaganda política por parte de algunos activistas en Seúl contrarios al régimen de Kim Jong Un, elevando la tensión entre ambos países. De esta forma, las Fuerzas Armadas surcoreanas están en alerta y han aumentado la vigilancia en la frontera en caso que Pyongyan decida atacar.
-En la frontera entre India y China se produjo un enfrentamiento entre las Fuerzas Armadas, con al menos 20 militares indios muertos. Ambos países mantienen un conflicto territorial en sus casi 4.000 km de frontera, el que ya en 2017 (en la zona de Doklam) se había agudizado. Este nuevo enfrentamiento ocurrió el lunes 15 de junio en el valle de Galwan (frontera occidental). En este contexto, China acusa a India de traspasar la Línea de Control Actual (LAC en inglés) en la frontera. Esto sucede luego que Pekín y Nueva Delhi acordaran mantener el diálogo luego de otro evento fronterizo ocurrido en Sikkim el 10 de mayo.
-Estados Unidos hoy enfrenta un escenario complejo producto de las acusaciones de racismo y violencia policial. Lo interesante es que, a partir de un hecho policial específico (independiente de los antecedentes del caso), se reactivaron movimientos antirracistas que han tenido un fuerte impacto a nivel global, y cuya expresión más cruda se ha visto reflejada en incendios a propiedades privadas y enfrentamientos de civiles con las policías locales.
En la actualidad, estos eventos de alguna forma develan la complejidad de la interacción social entre los seres humanos; reflejando, por un lado, la competencia y constante lucha por el poder entre Estados (cuyo actuar podría fácilmente tildarse de irreflexivo más que racional) y, por otro lado, una especie de burnout colectivo cuya frustración o malestar con las autoridades políticas y sus decisiones se expresa en actos de protestas que nutren la creciente desorganización social observada en el mundo.
Recordemos que en 2019 se produjeron protestas a nivel mundial con un alto nivel de violencia, como por ejemplo, en Chile, Hong Kong, el Líbano, Francia, Irak y Argelia, entre otros. Por tanto, es posible inferir que esta forma de manifestación social ha llegado para quedarse, ya que la protesta social tiene la facultad de unir a los sujetos bajo un objetivo político (deslegitimar a la autoridad), o bien una motivación personal (lucha contra el racismo y la discriminación social y económica, etc.), generando cohesión y un sentido de pertenencia tan profundo que dificulta enormemente su dispersión.
En lo anteriormente descrito, existe un elemento transversal que destaca y que debemos monitorear: la violencia.
La violencia es un fenómeno que se puede entender –de modo general- cuando uno o varios autores fuerzan o amenazan de manera directa o indirecta, intensa o levemente, a una o varias personas causando daño en grados variables, ya sea en su integridad física, en su integridad moral o en sus pertenencias, diferenciándola de la agresividad propia de los animales en la“consciencia y voluntad” de hacer daño. La violencia, además, puede clasificarse en física, económica, psicológica, política, familiar, económica, simbólica, ideológica, urbana/rural, doméstica e internacional, entre otras.
Cada sociedad, según su historia y cultura, construye su propia concepción sobre la violencia, la que es transmitida a través de la tradición familiar y comunitaria, de la educación, y de los medios de comunicación social, concretando con ello una forma específica de comprenderla, internalizarla y expresarla. Por ello, entender las conductas violentas de los sujetos y de la sociedad resulta difícil si no se tiene en cuenta la cosmovisión que la sustenta.
Considerando todo lo anterior, ¿a qué habría que poner atención entonces?
Lo primero es, como el título de este informe lo indica, la creciente violencia irreflexiva. Este término no está conceptualizado, pero los hechos acontecidos en el mundo denotan un actuar que podría interpretarse como emocional o irreflexivo, es decir, que no se sustenta en un análisis integral de las implicancias o consecuencias presentes y futuras de los actos violentos, sino que más bien responde a un impulso inmediato e inconsciente (casi conductista) como respuesta a un estímulo externo: los incendios y protestas tras la muerte de George Floyd; los golpes de puño y palos entre militares de India y China luego del traspaso fronterizo; la amenaza de una acción bélica por parte de Corea del Norte y la demolición de la antena luego que supuestamente se lanzaran globos en Corea del Sur contra el régimen son ejemplo de lo anterior. Visto así, casi parece que tanto los individuos como los Estados están sobre reaccionando -y de manera violenta- frente a hechos que podrían abordarse
de otra manera. Y, si esa es la tendencia, lo que se espera a futuro es un panorama mundial cada vez más riesgoso y difícil de manejar, ya que en un ambiente violento con actores que actúan de manera irreflexiva, el diálogo es simplemente imposible.
Lo segundo, es el rol de los medios de comunicación en la construcción social de una realidad violenta. Ya que los medios, a partir de los intereses (políticos, económicos y valóricos) declarados -y no declarados también-, moldean la información que producen con el fin de difundir aquello que es coherente con su propuesta. Así, se logra generar una percepción de la realidad que muchos adoptan e internalizan como cierta, sin realizar el ejercicio analítico de contrastar las fuentes. De esta forma, la violencia puede magnificarse o minimizarse dependiendo de quién y cómo la quiera difundir. Bajo este prisma, la violencia es, y seguirá siendo, un recurso que genera réditos inmediatos, sobre todo si se considera el masivo uso de celulares y drones, que permiten iniciar o reforzar una realidad más o menos violenta, que puede o no ser “real”.
El tercero, se relaciona con la participación de las Fuerzas Armadas en contextos de violencia urbana. Al parecer, la tendencia es que continúen los saqueos e incendio de propiedades públicas y privadas (violencia directa), las manifestaciones sociales contra el racismo y la discriminación (violencia ideológica), y el enfrentamiento contra autoridades civiles, policiales y militares (violencia política), como forma válida y legitimada de expresión del descontento social, sobre todo, por parte de las generaciones más jóvenes. De este modo, la participación de efectivos militares en el control y vigilancia social podría ser cada vez más necesaria. En consecuencia, en un escenario como este, lleno de contradicciones y dinámicas de interacción complejas, y donde solo la amenaza de ejercer violencia es suficiente para generar inestabilidad y desintegrar los vínculos y controles que favorecen el equilibrio social, las Fuerzas Armadas tendrán que aprender a interactuar y dialogar con una nueva generación de actores que utilizan la violencia como un medio válido de expresión de posiciones, motivaciones y demandas, sin llegar a convertirse en un potencial enemigo. Ese, probablemente, será uno de los mayores desafíos en el futuro.
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