El mercado de defensa tiene de mercado el hecho de que hay proveedores y un cliente nacional. Es decir, se trata de un monopsonio o monopolio de demanda, lo que implica que la oferta tendrá la estructura y capacidad que le defina su cliente, es decir su gobierno. Cuando me refiero a la industria de un país me refiero a toda aquella que dispone de dirección, capacidades de ingeniería y centros de producción en España, y que, por tanto, está sujeta a los procesos de intervención pública, a las labores de policía y que puede beneficiarse de los fondos asignados para entidades nacionales.
Es lógico que el único receptor de bienes y servicios de este mercado intervenga en el mismo para asegurarse de que recibe lo que necesita y de que la industria tiene las capacidades que requiere para satisfacer sus necesidades. Pero, ¿cómo interviene este poderoso cliente en la oferta?, básicamente a través de tres instrumentos: los contratos de adquisiciones, en los que la definición de los requerimientos es el aspecto fundamental; planificando y dirigiendo la política industrial de defensa; y finalmente, interviniendo directamente en la estructuración y gestión de la oferta.
Podríamos pensar que intervenir en el mercado a través de las compras, incluso suponiendo que se ajustan escrupulosamente a la normativa contractual europea y española, sería la aproximación más liberal, pero realmente se constituye en la gran mayoría de países occidentales, en el mayor instrumento de intervención del estado en la industria de defensa. La definición de los requerimientos técnicos afectan a la amplitud o restricción de la oferta, a los presupuestos, al precio, a los riesgos, al calendario, etc. Si analizamos la evolución del mercado, observaremos que el mayor obstáculo tradicional a la consolidación de la industria europea ha sido la extrema nacionalización de los requerimientos militares o técnicos. Es decir, lo que sirve a Francia o Alemania no le sirve a España y viceversa, algo parecido al diferente ancho de vía que nos incomunicó con Europa durante un siglo. Unos requerimientos que en lugar de ser de mínimos, que sería lo lógico, son de máximos, como si el presupuesto fuera ilimitado, el calendario indiferente, o los riesgos asumibles, con independencia de su nivel de gravedad. En estos primeros pasos iniciales se comienza a gestar el éxito o el fracaso de un programa. Otro aspecto tiene que ver con el modelo de contratación, precio fijo, costes más un margen industrial, precios variables o indexados, que claramente implica unas consecuencias sobre la estructuración de la oferta.
La gestión de una contratación individualizada en función de que cada contrato sirve a un interés específico, permite un margen de flexibilidad que conduce a tratamientos contractuales desiguales en función del interés industrial u operacional de cada programa. Los retrasos y exenciones de penalizaciones que se conceden a unos, no se dan a otros menos relevantes, simplemente porque se produjo una intervención con demasiado riesgo que lleva a admitir una mayor flexibilidad. La razón de actuar así es, sobre todo, porque la débil estructura industrial podría entrar en peligro si la industria tuviera que asumir de forma exclusiva los riesgos que han sido generados por el monopolista de demanda. La continua inaplicación de la Directiva Europea de Adquisiciones de Defensa a través de subterfugios que se extienden por todo Europa, es la prueba final de que los intereses nacionales priman sobre la cohesión europea. De hecho, no hay contrato en Europa que no se adjudique a quién se pensaba adjudicar desde un principio por razones industriales, operativas o políticas. Las herramientas para hacerlo posible son diversas: programas colaborativos de investigación y desarrollo; creación de consorcios nacionales o internacionales; y acuerdos entre gobiernos que maquillan una transacción tradicional.
Política industria e intervención
El segundo instrumento es la política industrial. La inmensa mayoría de los países de la OTAN planean y ejecutan una política industrial que tiene como objeto mantener y reforzar las capacidades industriales nacionales. El ejemplo más reciente fue la llamada Última Cena en 1993, en la que el Subsecretario de Defensa de Estados Unidos, William Perry lanzó un mensaje directo y drástico a los doce principales proveedores allí convocados: «cuando organice la próxima cena solo serán la mitad o menos de los que están aquí». Años después solo quedan cinco. Una declaración de este grosor acompañado del hecho de que los presupuestos estaban en caída libre como consecuencia del final de la Guerra Fría, fueron suficientes para crear los grandes gigantes de la industria norteamericana que conocemos hoy.
La política industrial de defensa se ha de basar en la correcta y realista definición de capacidades industriales domésticas, actuales y futuras, en el planteamiento de objetivos adecuados a lo anterior, y finalmente, en el establecimiento de una serie de incentivos y desincentivos para forzar a la oferta a marchar en la dirección correcta, de acuerdo con intereses que deben ser consensuados.
Por último, encontramos la intervención directa del cliente en la oferta y en sus decisiones. Esta herramienta ha sido tradicionalmente la más socorrida durante siglos en la Europa continental. La mayoría de la industria militar tradicional europea se hallaba insertada en el entorno público, incluso dentro de las propias Fuerzas Armadas, como si se tratara de servicios industriales internos, un modelo deficiente que explicó muchas de las derrotas en las grandes guerras europeas entre los siglos XVI al XIX. Modelos totalmente contrarios fueron los anglosajones en los que la industria permaneció principalmente en el ámbito privado a partir del siglo XVIII, principalmente dentro de grandes consorcios industriales que satisfacían demanda militar y civil al mismo tiempo y que disponían de suficiente pulmón financiero.
En este modelo de total privatización de la industria, el cliente necesita una potente y gigantesca capacidad de ingeniería para dirigir y ejecutar los programas de I+D+I , de adquisiciones, de sostenimiento y de desinversión, para no quedar en manos de unos proveedores que acumularían toda la información necesaria para abusar del mercado. Por esta razón se creó ISDEFE en España a mediados de los años ochenta.
Los modelos enteramente públicos han quedado muy relegados por las enormes deficiencias detectadas a lo largo de la historia. Un mercado donde oferta y demanda son controladas por el mismo sujeto, se convierte en un enorme pozo negro en el que es imposible que el mercado en su conjunto resulte beneficiado.
Luego encontramos modelos mixtos, los más extendidos en el norte y sur de Europa en los que conviven empresas privadas, públicas y mixtas con participación del Estado y sector privado. Estos modelos son eficientes y sirven para preservar capacidades que por muy diferentes razones no son sostenibles, o son suficientemente rentables o muy atractivas para inversores privados. En España, el ejemplo más evidente es Navantia, propiedad cien por cien del Estado. Sin embargo, esta propiedad no implica un modelo pernicioso, ya que la gestión y propiedad de la industria no está en el cliente, de manera que la empresa es gestionada primando los intereses propios sobre los de los usuarios. Por esta razón las empresas públicas fueron asignadas al INI y en la actualidad a la SEPI, para evitar esta colusión de intereses.
Existen en Europa numerosos ejemplos de empresas con participación pública y privada. Los casos de Leonardo SpA, 30% propiedad del ministerio de Economía y Finanzas; Patria Oy, 50,1% propiedad del Estado de Finlandia; Thales, 26,6 % propiedad del Estado; Airbus, 26% aproximado propiedad de gobiernos socios; o Indra, 27% propiedad de la SEPI, son los más significativos en Europa.
Estos modelos para que resulten eficientes deben ser gestionados atendiendo a los intereses del socio privado que es el que garantiza el mantenimiento de la competitividad de la empresa. Si es el estado el que interviene en la decisiones empresariales, siempre lo hará en beneficio de sus intereses, y como esto es un mercado, esto irá forzosamente en contra del interés de la empresa. Si los mercados y sus agentes pudieran actuar por consenso en lugar de asumiendo sus roles primigenios, entonces ya no sería un mercado, sino más bien un foro industrial y las consecuencias de las acciones serían impredecibles.
¿Por qué la economía de mercado, la soberanía del consumidor y la perfecta delimitación de roles son las herramientas más eficientes? La respuesta es triple: permite una mejor gestión de riesgos; optimiza el interés del cliente o del consumidor; y finalmente preserva la competencia y por ende la competitividad de la oferta.
A menudo, a través de las diferentes formas de intervención, los compradores introducen riesgos añadidos a la oferta, que pueden adoptar la forma de requerimientos complejos, exigencias a una industria nacional no suficientemente preparada, desarrollos complejos, estructuras industriales no naturales etc. Es difícil hallar un equilibrio entre los objetivos de la intervención, como por ejemplo desarrollar una AIP nacional para los submarinos S-80 o desarrollar una transmisión para el vehículo Pizarro que son objetivos muy loables, con las prioridades del usuario. En estos casos, algo deberá ser más sacrificado, o los necesidades o la innovación; lo complejo es determinar quién debe asumir el riesgo de un modelo impuesto, y este es otro elemento que deberá ser ponderado teniendo en cuenta todos los intereses. Tampoco todos los momentos son iguales. Las urgencias de la actualidad, como estamos viendo con numerosos contratos en Europa: Leopard 2A8, Piraña en Alemania, F 35, priman sobre los intereses industriales a largo plazo. Definitivamente, los tiempos convulsos son los peores para hacer política industrial.
¿Un campeón nacional?
La legislación contractual pública atribuye a la Administración, es decir, al comprador de unos privilegios exorbitantes, precisamente para garantizar el interés público. Con este marco contractual, los modelos de mercados más tradicionales con oferta privada y comprador regulado, funcionan de manera mucho más eficiente siguiendo las previsiones de la contratación pública.
Finalmente, los modelos de concurrencia en la oferta son mucho más eficientes que los modelos de campeón nacional o de monopolio que acaban atribuyendo todo el poder y el beneficio al monopolista que se beneficia de una regulación del mercado que lo convierte en canal único y por tanto en un centro de coste metido con calzador entre proveedores reales y el cliente, una situación que se produce en otros sectores como el energético o el petrolero, con mucha más frecuencia. Es muy difícil tener un campeón nacional que se atribuya dicha posición por un amplio catálogo propio de productos. Esta situación no se da en ninguna compañía en el mundo, solo existen líderes sectoriales o grandes empresas que abarcan una enorme capacidad en todo tipo de plataformas y sistemas como es el caso de Bae Systems, pero pocas más. Otra acción muy diferente es fortalecer las capacidades de alguna compañía para que tenga un determinado tamaño a nivel internacional o garantice un determinado nivel de soberanía en equipos y sistemas críticos, pero esto está muy lejos de las situaciones de monopolio o de campeón nacional a las que me refería y es muy recomendable por muchos motivos.
En conclusión, el estado debe intervenir en el mercado de defensa para mantener y crecer en capacidades, para disponer una oferta competitiva que pueda introducirse con solvencia en terceros mercados, y para obtener productos con la calidad en el tiempo y forma requeridos, con el adecuado balance entre riesgos tecnológicos e industriales y necesidades operativas.
En este sentido, las asociaciones industriales tienen un papel fundamental para desarrollar con las administraciones modelos de gestión contractual, de política industrial y de intervención que permitan, primero, fortalecer las capacidades nacionales; segundo, hacer a las empresas más competitivas; y tercero conseguir que nuestras Fuerzas Armadas tengan los equipos más modernos en los tiempos adecuados y con las necesidades que se ajusten a requerimientos operativos reales y no de máximos. En definitiva, un trabajo de conjunto para conseguir que oferta y demanda, cada una desde su posición, consigan hacer más eficiente este mercado y por tanto beneficiar en su conjunto a la política de defensa nacional.