Nadie tiene una bola de cristal para escrutar el futuro pero, cuando de lo que se trata es de anticiparse a la probable evolución de muchos de los acontecimientos que hoy nos preocupan, siempre podemos recurrir a la historia, “aviso de lo presente” y “advertencia de lo por venir” en acertadas palabras de nuestro don Quijote.
¿Qué dice la historia de los tiempos que vivimos? No es difícil dejarse seducir por la tentación de remontarse a épocas lejanas de nuestro pasado. Después de todo, los bárbaros vuelven a estar a las puertas de Roma y, como entonces, son recibidos con complacencia por algunos sectores de un imperio tambaleante, al que sus detractores acusan de decadente sin siquiera preguntarse —perdóneseme la digresión— si esa decadencia es, al menos en parte, causa o efecto de su traición.
¿Revitalizará Trump ese imperio acosado por dentro y por fuera o acelerará su caída cediendo sin lucha sus fronteras exteriores? Los votantes americanos parecen haber creído lo primero, pero desde el otro lado del Atlántico —desde esas fronteras exteriores que los europeos rara vez hemos sabido defender— nos parece que ese Make America Great Again no esconde grandeza, sino aislacionismo. Y, sin necesidad de remontarse a la Edad Antigua, no podemos dejar de recordar que, en el todavía cercano siglo XX, en cada ocasión en que la gran potencia americana escogió desentenderse de lo que ocurría en el resto del mundo se produjo una guerra mundial.
Afortunadamente, en este Occidente tan denostado por los bárbaros y sus cómplices entre nosotros, disponemos de una herramienta —la hemeroteca— que puede darnos pistas que en los regímenes totalitarios se ocultan a la ciudadanía. El discutido líder norteamericano ya ejerció la presidencia hace solo cuatro años y, si exceptuamos los pintorescos improperios lanzados a los cuatro vientos desde las redes sociales, se comportó como seguramente lo habría hecho cualquier presidente de su partido, el republicano. Su mandato, al contrario que el de Putin, pasará —que esa ventaja tiene la democracia— y, si no consigue imponer ese estilo populista que empieza a ser imitado en otras latitudes, quizá se apaguen algunas de las polémicas que a él tanto le gustan. Sin embargo, es muy probable que el renacer del aislacionismo norteamericano no termine con él.
No es Trump quien ha inventado el America First. Tampoco ha sido Putin. Aunque ambos se hayan aprovechado de ese sentimiento —uno para alcanzar el poder, el otro para sembrar discordia en Occidente— la idea nace del propio pueblo norteamericano, que paga buena parte de la defensa de Europa y se ve correspondido con el desplante de sus aliados cada vez que a ellos les conviene, las más de las veces por razones de política doméstica. El desprecio de un joven Zapatero a su bandera puede haber sido anecdótico, pero ¿de verdad podemos creer que arriesgará su supervivencia para defendernos de las armas nucleares rusas el país a cuyos barcos no dejamos entrar en nuestros puertos porque llevan armas a Israel, para ellos un aliado más leal que nosotros mismos?
A la vista de lo que ocurre en nuestras fronteras —no solo en el este, sino también en el sur— y, más allá de nuestros espacios de soberanía, en los llamados global commons de los que todos dependemos —el mar, la atmósfera, el espacio y el ciberespacio— los europeos vivimos tiempos difíciles. Débiles, desunidos y carentes de liderazgo, tenemos ante nosotros cuatro posibles caminos. El primero, todavía atractivo para muchos de los que se sitúan en el extremo izquierdo del espectro político, es cerrar los ojos a la naturaleza de nuestra especie y confiar nuestra seguridad a las concesiones a los malvados y al desarme unilateral. La historia sugiere que, por esta vía, solo se llega a la esclavitud. Sin embargo, a quienes la defienden no les importa. Es probable que aspiren a ocupar un día los puestos de capataces en el nuevo orden que impongan líderes tan solventes y dignos de admiración como Putin y Kim Jong-un.
El segundo camino, más propio del extremo opuesto del espectro político, es abandonar el buque europeo y confiar en que, contra toda lógica, nuestro pequeño bote pueda capear mejor el temporal. Pero la historia, como la biología, sugiere que el pez grande se come al chico. A partir de unas primeras curvas que parecen llevarnos por lugares muy diferentes, lo más probable es que por esta vía se llegue al mismo sitio que por la primera. Los capataces, eso sí, serán otros. En Europa no son pocos los políticos de la derecha más extrema que sueñan con un traje cortado a la medida del bielorruso Lukashenko.
Una mejor opción para la mayoría de los ciudadanos europeos, que rechazamos a los capaces de uno u otro lado, sería la de apostar por el rearme moral y material —ambos son complementarios— de nuestro continente. No es el talento lo que nos falta y, si optáramos por esta vía, seguramente podríamos ganarnos el respeto de todos nuestros vecinos en el planeta, incluso de aquellos más agresivos o con menos que perder.
Por desgracia, el rearme de Europa solo sería eficaz si los pueblos que la forman aceptaran recortes en su soberanía en beneficio de posiciones que parezcan aceptables a la mayoría… incluso cuando no terminasen de gustar a todos. El enemigo no dudará en sembrar cizaña —el Kremlin lo hace todos los días— y nuestros líderes tendrían que ser capaces de renunciar a sacar rédito político de sus divergencias como, sin ir más lejos, ha ocurrido recientemente con el reconocimiento unilateral del estado palestino por países como el nuestro… sin obtener siquiera a cambio otra contraprestación que el aplauso de Hamás. No quiero parecer pesimista, pero no creeré en una Europa con líderes de esta talla hasta que la vea.
La Alianza… ¿todavía solo Atlántica?
Nos queda, por último, un camino que, a pesar de sus baches, ha conseguido mantener segura a Europa durante 75 años: el de la Alianza Atlántica. Un camino abierto, que ha logrado atraer a la mayoría de los pueblos que en su día quedaron al otro lado del telón de acero. Tan pronto como se vieron libres, los miembros del Pacto de Varsovia y muchas de las repúblicas de la antigua URSS marcharon hacia el oeste… pero no arrastrados por las ambiciones de Washington, como asegura Putin, sino empujados por el miedo al supremacismo que se cultiva en Moscú. Un supremacismo ataviado con las galas del imperialismo en tiempo de los zares, disfrazado luego de internacionalismo comunista y, finalmente, revestido del impostado victimismo del que, con toda desfachatez, hace uso Putin para justificar su guerra.
Si Europa decide de verdad apostar por la Alianza Atlántica no debería ver a Trump como su enemigo. El locuaz republicano, ávido de notoriedad, se complacerá en estresar las relaciones entre los aliados, con razón —que la tiene cuando habla de presupuestos— o sin ella. Pero, como hemos dicho, el verdadero problema no está en él, que desempeñará el cargo cuatro años y será reemplazado cuando transcurra su mandato, sino en el aislacionismo que gana adeptos entre los ciudadanos de los EE.UU. que elegirán al próximo presidente.
La verdadera solución, única posible a largo plazo, está en atraer al pueblo norteamericano equilibrando una relación que nació descompensada porque así lo exigía un mundo bipolar que hace mucho tiempo que ha desaparecido. ¿Cómo convencer al contribuyente de Arkansas de que es preciso defender Europa mientras vetamos al F-35 porque se fabrica en los EE.UU., condenamos la política de Washington en Oriente Medio o rechazamos las medidas que la Casa Blanca aprueba para tratar evitar la entrada de Irán en el club nuclear?
Si nos atenemos al Concepto Estratégico de la Alianza aprobado en la Cumbre de Madrid en 2022, es probable que el mejor instrumento para equilibrar las relaciones transatlánticas esté en el nuevo enfoque global —360 grados en la jerga del documento— de la seguridad colectiva. Un enfoque distorsionado, quizá deliberadamente, en muchos de los análisis publicados en España, en los que se defiende que así se ampara a nuestras ciudades autónomas… pero se omite cualquier compromiso adicional que vaya más allá de las otras fronteras de la Alianza definidas en el Artículo 6 del obsoleto Tratado de Washington. Es verdad, como sostienen muchos de sus críticos, que a España no se le ha perdido nada en Hawái, el Ártico o el estrecho de Taiwán, pero tampoco le importan mucho Ceuta y Melilla al contribuyente norteamericano. ¿Tan difícil es aceptar un quid pro quo?
¿Un siglo azul?
A lo mejor es por mi pasado de marino pero, a pesar de lo que hoy ocurre en Ucrania, creo que este va a ser el siglo de la mar. Una mar mal comprendida por quienes la ven con ojos acostumbrados a la geografía de la tierra firme, con enormes riquezas que yacen a profundidades cada día más accesibles pero bajo fronteras aún mal definidas. Aunque en la prensa nacional solo suele hablarse de los litigios con Marruecos y Gibraltar, España tiene desacuerdos en la definición de nuestras aguas con todas las potencias vecinas. Y no somos una excepción. Por si eso fuera poco, más allá de las áreas marítimas que nos disputamos subsisten amplias extensiones del planeta que no tienen dueño y que nos vemos obligados a compartir para, entre otras cosas, tender los cables que aseguran nuestras comunicaciones.
La mar del siglo XXI, huérfana de estrategas —Mahan y Corbett ya no nos dicen nada, por mucho que los académicos traten de extrapolar sus principios al mundo de hoy— está llena de desafíos. Los caminos del mar siguen siendo los más rentables para nuestro comercio pero, desaparecida la amenaza de las flotas enemigas sin necesidad de la batalla decisiva que predicó Mahan, el tráfico marítimo sigue siendo vulnerable a los asaltos de los piratas que, en el Golfo de Guinea o en el de Omán, sirven a sus propios intereses… y a los ataques de los hutíes que sirven a los intereses de Irán. Frente a ellos, las fuerzas del bien —entiéndase las que defienden un mundo basado en reglas— tienen que inventarse agrupaciones bajo distintas banderas —hasta tres en la lucha contra la piratería somalí— para que las potencias europeas no se vean obligadas a salir a la palestra marítima de la mano de los EE.UU., por mucho que de ellos dependa la defensa de Europa.
Además de camino, la mar es frontera. Ese papel juega el estrecho de Taiwán entre dos maneras enormemente asimétricas de entender la nación China. Más cerca de nosotros, también el Ártico es frontera entre la OTAN y Rusia, y lo será aún más con el deshielo que llegará con el paso de los años. Es frontera, desde luego, el Mediterráneo, que separa a la Europa rica, democrática, laica y en crisis demográfica del África pobre, superpoblada y, en muchos de sus territorios, bajo la influencia de regímenes totalitarios de inspiración islámica. A nosotros nos preocupa la seguridad del Mediterráneo y pedimos a nuestros aliados de otras latitudes que arrimen el hombro en su defensa. Pero nadie regala nada y habrá que darles algo a cambio.
La mar es también, por último, tablero de juego. Un tablero donde las luchas de poder que tanto gustan a los líderes más desaprensivos no serán tan costosas en sangre, recursos y reputación como en los escenarios terrestres. Cuando Xi Jinping ordena hostigar a los patrulleros filipinos en las proximidades de las islas Spratly persigue objetivos parecidos a los de Putin en Ucrania, pero a un coste político, social y económico incomparablemente más bajo. Con la vista puesta en este tablero, que gana importancia cada día, se equivoca gravemente quien contabiliza a los portaviones, a los submarinos balísticos y a las fuerzas anfibias —verdaderos peones estratégicos— como simples herramientas de la guerra naval.
La Armada del 2050
Bajo el liderazgo de Putin, la Marina Rusa que teníamos por amistosa en la primera década del siglo —yo mismo he compartido con ellos algunos buenos ratos a pesar de lo poco que me impresiona el vodka— ha vuelto a enfrentarse a la Alianza. Como consecuencia, la Segunda Flota Norteamericana —la del Atlántico— que había sido desactivada en 2011, volvió a la actividad en 2018. Un año después la OTAN vio la necesidad de crear un mando operativo aliado en Norfolk, la gran base norteamericana donde hasta 2003 había estado Saclant.
Con todo, a pocos se les escapa que Rusia ha dejado de ser el gran rival marítimo de la Alianza. Mientras la Marina de Putin muestra sus pies de barro en el mar Negro y está a punto de perder la base de Tartús —la única que tiene en el exterior—, en los mares que dan forma al tablero de juego global empieza a dejarse ver un nuevo jugador, la China. Un competidor más peligroso porque tiene mejores cartas para apostar por la mar. Aunque aún tardará al menos dos décadas en fructificar, su ambicioso programa de construcción de grandes portaviones y buques anfibios —algo que nunca tuvo la URSS—es una prueba de sus aspiraciones. Los buques chinos no se van a detener en sus aguas de soberanía porque si algo caracteriza a la fuerza naval es su naturaleza expedicionaria.
Es este escenario el que condiciona la visión que la Armada ha hecho pública para el año 2050. A mitad del siglo, es probable que sigamos necesitando que los Estados Unidos sigan implicados en la defensa de Europa. Y es difícil creer que lo conseguiremos si les dejamos solos frente a su gran rival estratégico.
A estas alturas, creo que conviene precisar que no imagino a nuestras fragatas participando en una guerra contra China o a nuestros infantes de marina defendiendo Taiwán. Tampoco serán los soldados norteamericanos los que defiendan Ceuta o Melilla. Ni siquiera hará falta porque, en uno u otro escenario, la cohesión de la Alianza reforzará la disuasión. Sin embargo, en la mar, esa cohesión se demuestra con la presencia naval.
Quizá sea esta realidad la que explique por qué en algunos de los mapas de la presentación del documento Armada 2050, recientemente expuesto al público, aparecen banderas españolas en mares lejanos. Pero no se trata, como hemos podido leer en algunos medios, de que la Armada aspire a estar presente en el Indopacífico o a patrullar el Ártico. Esas serán siempre decisiones soberanas de nuestro Gobierno. A lo que sí aspiran los marinos de hoy es a que, si algún día lo requiere el pueblo al que servimos, la Armada que en su día abrió las rutas del océano Pacífico para la humanidad no tenga que decir a los españoles que carece de los buques que necesita para defender sus intereses en mares lejanos.