En la mayoría de los seres humanos convive una mezcla en cantidades variables de sentimiento y razón. Y esa mezcla, que nos hace más interesantes que las máquinas con las que algunos quieren reemplazarnos en el campo de batalla, nos convierte en impredecibles. Los mismos soldados que un día se refugian en sus trincheras sin atreverse a asomar la cabeza son, al día siguiente, capaces de asaltar las fortificaciones enemigas a pecho descubierto.
Al conjunto de factores que puede convertir las ovejas de ayer en los tigres de hoy —entre los que se encuentra el patriotismo, la voluntad de vencer, la confianza en los líderes, el compañerismo y la fe en la causa— solemos darle, en el ambiente militar, el nombre de moral. Aunque no aparece en los listados del Military Balance, la moral tiene un lugar de honor en el decálogo que recoge los Principios de la Guerra. Y es justo que sea así porque es tan importante como el armamento a la hora de decidir un combate.
Velar por la moral de las tropas es responsabilidad de toda la cadena de mando. Las victorias hacen más sencilla la tarea, que se vuelve cuesta arriba en las derrotas. Por esa razón, la caída de la ciudad de Avdiivka en manos del Ejército de Putin es más grave de lo que el frío análisis de lo ocurrido puede sugerir. Pero no es decisiva. La moral es, por naturaleza, un producto perecedero que, en las guerras largas —y esta lo será— sube y baja como la marea.
Las cañas se han vuelto lanzas
Vive hoy la sociedad ucraniana —y desde luego también el ejército del recién nombrado general Syrskyi— la resaca de una ilusión. Las retiradas rusas de Járkov y Jersón habían emborrachado de gloria a un pueblo que se veía capaz de derrotar a los invasores sin siquiera tener necesidad de poner toda la carne en el asador. La pérdida de Bajmut no cambió ese estado de ánimo porque todo el mundo sabía —y esto es en sí un error político y militar— que se estaba preparando un contraataque en el que se habían depositado grandes esperanzas. Unas esperanzas fundadas en el desdén que entonces inspiraba el Ejército ruso —derrotado en Kiev, Járkov y Jersón, y escaso de hombres y de moral— más que en una valoración ecuánime de las capacidades de unos y otros.Recordemos que Ucrania no tenía —y sigue sin tener— unas fuerzas aéreas dignas de tal nombre.
Hoy las cañas se nos han vuelto lanzas. Rusia tiene la iniciativa, y nadie sabe cuánto tiempo hará falta para arrebatársela. Putin vuelve a sonreír como no lo hacía desde hacecasi un año. En Kiev, los estadistas buscarán soluciones, pero la mayoría de los políticos —en todas partes cuecen habas— se contentará con encontrar culpables. En Occidente cunde la alarma. Parece que la guerra puede perderse. Macron, que no hizo nada por liderar la respuesta europea, insinúa ahora que podría hacer falta enviar tropas al país invadido. Él sabe que eso no va a ocurrir pero, si todo se tuerce, ya no será por culpa suya. En los Estados Unidos, el republicano Mike Johnson, un desconocido hace pocos meses y hoy Speaker de la Cámara de Representantes, se resiste a que se vote la ayuda a Ucrania para no poner en riesgo su cargo. La historia le pasará factura pero, mientras tanto, nada se puede hacer más que esperar a que, si lo desea, el pueblo decida su reemplazo.
Aparte de sus indudables efectos en la moral, ¿es grave lo que ha ocurrido en Avdiivka? Desde luego, no tanto como lo que sigue ocurriendo en el Congreso norteamericano. Pero, aunque cesara definitivamente el apoyo de los EE.UU. a la causa ucraniana, y aunque eso facilitara que Rusia siguiera avanzando metro a metro hacia el oeste, no parece que el sálvese quien pueda esté justificado. Ni en Ucrania ni en Europa. No ha llegado la hora de abandonar el buque porque, como veremos, está muy lejos de hundirse.
Las cartas de Rusia
Un análisis objetivo de la ecuación militar nos revela que, por parte rusa, ha cambiado muy poco en los últimos meses. Además de su éxito en Avdiivka, una pequeña ciudad que resistió diez años a los ataques rusos, Putin puede alardear de que ha conseguido paliar momentáneamente dos de los problemas más graves de su ejército, la escasez de hombres y de munición. Libre de la competencia de la compañía Wagner, el Kremlin encuentra voluntarios para luchar en el frente poniendo el cebo apropiado —el dinero, claro— en los caladeros donde hay más necesidad: inmigrantes, delincuentes y en los sectores más desfavorecidos de la sociedad. No seré yo quien se lo reproche, porque este es el sino de los ejércitos expedicionarios. Tampoco siguieron a Hernán Cortés los mejores entre los españoles de su época, que sí combatieron contra el francés en la Guerra de la Independencia. En cuanto a la artillería, Corea del Norte ha colaborado para aliviar la escasez de munición provocada por muchos meses de desmesurado consumo.
Sin embargo, quedan otros muchos problemas por resolver antes de que el Ejército ruso recupere la credibilidad perdida. En el aire, donde Putin ha apretado el acelerador para lograr algún éxito que presentar antes de las elecciones de marzo, Rusia ha pagado un alto precio por su actividad en la zona de Avdiivka. Son cerca de diez los derribos de aviones de combate anunciados por Zelenski en los últimos días. Muchos deben de ser ciertos, confirmados sin querer por los blogueros militares rusos que, ansiosos por negar cualquier éxito al enemigo, culpan a su propia defensa aérea. Nada que no hubiéramos visto cuando se hundió el Moskva.
A las dificultades para explotar un poder aéreo infrautilizado cabe añadir el fracaso de todas y cada una de las campañas de targeting estratégico emprendidas por Rusia durante la guerra. En su componente cinético, Putin ha gastado cantidades ingentes de misiles sin conseguir ninguno de sus objetivos. No ha logrado neutralizar la defensa aérea de Ucrania, destruir sus aeropuertos, interrumpir el flujo de armamento occidental, dejar sin luz a las grandes ciudades o arrasar los puertos de la región de Odesa. Y no han ido mucho mejor las cosas en el ámbito no cinético. Los millares de ciberataques a infraestructuras claves de Ucrania, que tanto nos preocupaban antes de la guerra, han pasado prácticamente desapercibidos; y las campañas de desinformación han sido tan burdas y contradictorias que solo han convencido a quien ya lo estaba.
En la mar, Rusia ha sido expulsada de la parte occidental del mar Negro. Ya no se acusa a Putin de la “guerra del hambre”, como ocurría cuando su marina bloqueaba las costas de Ucrania impidiendo la exportación de cereal. Pero no es porque el dictador se haya arrepentido de su actitud insolidaria, sino porque ahora sus buques, refugiados en la mitad oriental del mar Negro, bastante tienen con sobrevivir.
Dirá el lector que poco importa lo que ocurra en el mar Negro si Rusia llega a Odesa por tierra. Cierto. Pero Ucrania resiste a lo largo de todo el frente y, aunque pocos presten atención a este teatro, también en las fronteras del norte con Rusia y Bielorrusia. El Ejército de Putin presiona, avanza en algunos puntos, pero lo hace al lento paso de la infantería, y solo después de que la artillería haya destruido completamente las defensas ucranianas. El coste de cada metro ganado al enemigo, medido en tiempo, sangre y munición, es enorme. Y seguirá siendo así porque los generales de Putin no tienen la capacidad de romper el frente mediante la maniobra.
Sus unidades mecanizadas, que han pagado un enorme precio por sus limitaciones tácticas y tecnológicas, son incapaces de mostrarse en campo abierto, su terreno natural. Sin ellas, es imposible romper el frente en profundidad. Las fuerzas teóricamente más capaces para la maniobra, las anfibias y aerotransportadas —hasta hace poco el orgullo del Ejército ruso— se han desgastado en asaltos frontales con poco o ningún resultado.
Hace 2.500 años, Sun Tzu escribió: “La peor táctica es atacar una ciudad. Asediar, acorralar a una ciudad solo se lleva a cabo como último recurso”. Y, sin embargo, todas las batallas ganadas por Rusia llevan nombre de ciudades: Mariúpol, Severodonetsk, Bajmut, Avdiivka. Ciudades, por cierto, cada vez más pequeñas y tomadas en intervalos cada vez más grandes. Los generales rusos, que también han leído a Sun Tzu, preferirían haber rodeado Avdiivka y seguir hasta Kiev. Si no lo hacen es porque no pueden.
Las cartas de Ucrania
La guerra es cosa de dos. O de tres si, como le gusta decir a Putin, cuentan también quienes suministran armas a Kiev… aunque no, desde luego, los que venden drones, misiles y munición a Moscú. Tampoco Rusia fue la tercera parte en la Guerra de Irak, la del Yom Kippur o la de Vietnam. Esas cosas tiene la propaganda de guerra, que a nadie deberían sorprender.
Si Putin consiguió resolver el problema de la escasez de tropas, Zelenski está obligado a hacer lo mismo. Cuando un país invade a otro, es el invadido el que ve su existencia amenazada. No puede esperar derrotar a su enemigo combatiendo a medio gas, fiado en las armas que le entregan otros. Sorprende que, después de dos años, el parlamento de Kiev todavía no haya dado luz verde a una ley de movilización que impida que el peso de la guerra caiga sobre una pequeña proporción de los ucranianos. Alega Zelenski problemas sociales —la necesidad de que los jóvenes ucranianos continúen sus estudios— y financieros. No sé qué podría aconsejarle al respecto Ho Chi Minh, el alma de la nación vietnamita que derrotó a los EE.UU.
Por su parte, Europa, incluso si Washington sigue paralizado por la corrupción política —aunque no haya dinero de por medio, anteponer el cargo a las necesidades de la nación para mí lo es— tiene que aceptar el desafío de incrementar la producción de munición de artillería y de otros tipos de armamento igualmente necesarios para el ejército de Zelenski. En estos días de preocupación ha pasado prácticamente desapercibida una excelente noticia: la Unión Europea parece abrirse a la posibilidad de adquirir en el extranjero —léase, sobre todo, Estados Unidos— con fondos comunitarios, el material que nuestra industria no pueda producir.
Europa tiene también, a más largo plazo, la responsabilidad de hacer que Ucrania gane la guerra tecnológica, la de los misiles, los drones y la inteligencia artificial. Se trata de un desafío de naturaleza industrial, un terreno en el que Europa es muy superior a Rusia. El mismo Sun Tzu no dudaría en recomendarnos que aprovechemos ese terreno favorable porque, si no paramos los pies a Putin en Ucrania con nuestra tecnología, se me ocurren muchos otros lugares donde hacerlo nos saldrá muchísimo más caro.
¿Quién ganará la guerra?
Si Ucrania y Europa se muestran a la altura del desafío, ¿podrán ganar la guerra? En el frente, probablemente no. Pero, si se dejan llevar, podrían perderla. Ucranianos y europeos tenemos que resignarnos a una guerra larga que no hemos provocado, una carrera de resistencia en la que debería aguantar más el que más tiene que perder, el pueblo ucraniano.
Para motivar a la ciudadanía del país invadido, Rusia, que no respeta ninguno de los convenios de Ginebra en los territorios ocupados —de hecho, ni siquiera los considera como tales— le da gratuitamente a Kiev la baza del miedo. Pero el miedo nunca es suficiente. Es también necesario cuidar de la moral. Corresponde a Zelenski esta responsabilidad, que ha sabido desempeñar con soltura hasta la fecha. Pero no está de más que, aunque sea desde la barrera, los líderes europeos sigan esforzándose para hacer ver a los ucranianos que no se encuentran solos.