La rationale epistemológica y geo-legal del Mar Austral Circumpolar
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La rationale epistemológica y geo-legal del Mar Austral Circumpolar

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La opinión pública está en antecedentes de que, a fines de abril y a través de la vía diplomática, el Gobierno chileno ha formalizado ante su par argentino una serie de precisiones geo-legales sobre los alcances de las aspiraciones de este último país, en materia de territorios submarinos adyacentes a los espacios geográficos delimitados por el Tratado de Paz y Amistad de 1984.

Se trata de lecho y subsuelo del sector americano del espacio oceánico que debemos denominar Mar Austral Circumpolar. Conforme con lo establecido en el ordenamiento jurídico chileno, tales espacios son parte de la Región de Magallanes y Antártica Chilena.

Para comprender por qué Chile sostiene que tales espacios son parte de su territorio es necesario revisar una extensa tradición geo-histórica, que se sustenta en aspectos tanto geo-legales como geo-científicos y que, desde la perspectiva de longe durée, son “parte del ADN del país“.

Primero, desde un punto de vista geo-histórico y geo-jurídico, Chile sostiene que, a partir del concepto del “Reyno de Chile de las Provincias de Chile“, la pertenencia de la citada región austral resulta de la aplicación de la tradición que afirma la “continuidad geográfica” del país desde el finis terrae austral (“Región del Estrecho de Magallanes“) hasta el Polo Sur.

Segundo, que en dicho sector del Mar Austral Circumpolar no resulta aplicable ninguna separación artificial (ni arbitraria) entre los Océanos Pacífico y Atlántico (por ejemplo, el “principio bioceánico” argentino), toda vez que, tanto desde la perspectiva de la historia y la filosofía de las ciencias como de la realidad impuesta por la dinámica de la Corriente Circumpolar Antártica y la Corriente Marina del Cabo de Hornos, tales espacios son parte “un mar que rodea al Polo Sur“. Este último concepto es tan antiguo como la civilización occidental judeo-cristiana.

Sostenida en ese mismo concepto de geografía mundial, desde comienzos de lo que consuetudinariamente se denomina “la época de los grandes descubrimientos geográficos“ (1415, toma de Ceuta por los portugueses, costa noroeste de África), el imaginario geográfico occidental consideró la existencia de un paso marítimo entre el Océano Atlántico y “el Mar de la India“ (Océano Indico). Conforme con esa premisa, en su extremo sur el continente africano debía estar limitado por un océano que la carto-bibliografía del Renacimiento temprano también denominó “Océano Etiópico“. Este, conforme con la tradición greco-latina, debía extenderse hasta el mismo Polo Sur.

Cuando entre 1488 y 1499 los portugueses descubrieron e inauguraron la ruta desde el Cabo de Buena Esperanza hasta la India, la cuestión de si en el extremo meridional de lo que para esa última fecha se denominaba “las Indias Occidentales“ (América) existía un paso marítimo equivalente, ganó importancia geopolítica. Esto, porque desde 1500 el poderío económico portugués creció mientras las “Armadas da India“ avanzaban hacia el extremo suroriental del Océano Indico, y los españoles continuaban sin alcanzar la extremidad sur de lo que en 1507 el geógrafo alemán Martin Waldseemüller llamó “América“.

Como es sabido, en septiembre de 1520 una flota castellana comandada por Hernando de Magallanes alcanzó finalmente el paso interoceánico llamado en su honor, para enseguida ingresar al mar que desde entonces se llamó “Pacífico“. Después de cruzarlo en su integridad, desde las Islas Malucas algunos de los sobrevivientes de la expedición de Magallanes dirigieron la nao Victoria hacia el suroeste para, desde la costa sur de Bali y Java, enfilar hacia el poniente en dirección al Cabo de Buena Esperanza. Según explican las narraciones de dicho pasaje, la nave castellana navegó entonces apegada a la latitud 40° sur, a fin de evitar el contacto con naves portuguesas y, de paso, comprobar que en ese largo trayecto existía una región oceánica que correspondía con el canon geográfico que postulaba un mar austral circumpolar.

Por este motivo, pese a que desde la misma década de 1520 - sustentada en transliteraciones y deducciones equivocadas - cierta cartografía impresa del norte de Europa desarrolló la tradición de la “Terra Australis Incógnita“, la geografía y la cartografía oficial española – basadas en los informes de sus navegantes – permaneció apegada al concepto de un mar austral que se extendía más allá de Tierra del Fuego.

Los cosmógrafos reales de España reafirmaron esta percepción con un relato relativamente poco conocido, que describe la deriva desde la Boca Oriental del Estrecho hacia el austro, experimentado por la carabela “San Lesmes“, capitán Francisco de Hoces. Parte de la Armada de García Jofré de Loayza – Sebastián Elcano, en enero de 1526 esta nave española fue arrastrada por un temporal hasta “el acabamiento de la tierra“, el cual Hoces calculó en circa 55°sur.

En términos estrictos, la información resultante de la deriva de la “San Lesmes” es el equivalente al descubriendo de la Boca Oriental del Canal Beagle y del Archipiélago del Cabo de Hornos y, también, al descubrimiento del sector americano del Mar Austral Circumpolar (52 años más tarde, desde la Boca Occidental del Estrecho de Magallanes, este concepto sería confirmado por el corsario inglés Francis Drake).

Fue precisamente este tipo de noticias (y de conjeturas) sustentadas en el antiguo concepto de mar circumpolar lo que, a mediados de 1615, motivó a un grupo de empresarios de Rotterdam (impedidos de usar la ruta del Cabo de Buena Esperanza) para enviar a dicha región una flotilla al mando de Willem Schouten y Jacob Le Maire para buscar una ruta austral alternativa a los mercados de Lejano Oriente. A fines de enero de 1616 esas naves holandesas pasaron frente a la posición del Estrecho para progresar hasta la latitud 57°48“ sur. Desde esta área pudieron remontar hacia el noroeste para alcanzar el sector del Cabo de Hornos. Desde allí trabajosamente esa flotilla continuó por el Mar Chileno hacia el Archipiélago de Juan Fernández y el Pacífico Occidental.

Noticias de este descubrimiento fueron conocidas en España incluso antes que los primeros relatos de Schouten y le Maire fueran impresos en 1619. Como era de esperar, inmediatamente generaron la preocupación de la Corona Española, la cual, persuadida no solo de la importancia científica de este hallazgo, sino que la presencia de naves hostiles en un sector austral desconocido del Imperio, decidió encomendar la verificación de los informes holandeses a los experimentados navegantes gallegos Gonzalo y Bartolomé Nodal.

Despachados éstos desde Lisboa a fines de noviembre de 1618, a mediados de enero del año siguiente “los Nodales“ y sus tripulaciones cruzaron la latitud del Estrecho para continuar hacia el sur y verificar que, más allá de la Tierra del Fuego, efectivamente se extendía un área oceánica “que es la parte del Mar del Sur“. Allí, explica el informe de esta expedición, “la corriente, y la Mar [es] tan grande, que no hay quien se atreva a llegar a tierra“.

Retrospectivamente, esta es la primera noticia impresa que describe - empíricamente – el sector americano de la Corriente Antártica Circumpolar, que fluye con fuerza siguiendo “la dirección de las manillas del reloj“ (de Oeste a Este), para rodear completamente a la Región Polar Antártica. En este periplo los navegantes españoles también descubrieron el Archipiélago de Diego Ramírez (uno de los pilotos de la flotilla) y circunnavegaron Tierra del Fuego, comprobando que, como lo habían descrito los sobrevivientes de la expedición de Magallanes, se trataba de un “grupo de islas“ (no de un continente austral).

Dos décadas más tarde otra expedición holandesa de tres naves se aventuró hacia las aguas plus ultra la Tierra del Fuego, esta vez al mando del empresario y navegante Hendrik Brouwer. En años anteriores este navegante había contribuido a diseñar y cartografiar la “ruta austral“ que seguían los buques de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales a partir del Cabo de Buena Esperanza hacia Sumatra, Java y las Malucas. En una descripción de este viaje publicada en 1646 se explica que, atendido que la dinámica de la corriente circumpolar y el viento Oeste-Noroeste dificultaban la navegación, basado en su conocimiento de las condiciones oceanográficas imperantes en la ruta del Cabo, Brouwer estimó conveniente que, desde el sector sur de la Isla de los Estados, las naves enfilaran hacia el sur-sureste hasta alcanzar vientos favorables (ahora sabemos que asociados a la Corriente Costera de la Antártica). Desde ese sector propiamente polar, Brouwer recomendó poner rumbo hacia el Noroeste para, una vez alcanzada una longitud occidental que evitara la dinámica de la Corriente del Cabo de Hornos, poner rumbo hacia Valdivia y otros puertos chilenos.

Así, en términos prácticos, desde entonces la expresión “ruta del Cabo de Hornos“ describió un pasaje y una maniobra marinera que, cualquiera fueran las condiciones climáticas y oceanográficas, tenía una extensión de varios cientos de millas a lo largo del sector americano de un mar circumpolar austral. Esta ruta-maniobra tenía forma de ∩, por cuanto se prolongaba entre la citada área adyacente a la Isla de los Estados (55°sur) y la latitud de la Boca Occidental del Estrecho de Magallanes (53°sur), aunque en una longitud alejada de la costa, para evitar el efecto de la corriente marina que fluye a lo largo de la Patagonia y la Tierra del Fuego chilenas.

En ese contexto tanto de navegación práctica como hidrográfico, el Cabo de Hornos no indicaba ninguna división entre océanos, sino, simplemente, actuaba como referente de la longitud hasta entonces alcanzada por las naves provenientes del Este, las cuales debían aun continuar su lucha contra las olas y el viento circumantártico, hasta alcanzar una longitud que les permitiera remontar hacia el norte-noreste, esto es, hacia la dinámica de la Corriente de Humboldt, que se inicia en la latitud de la Península de Taitao (conocida desde el siglo XVI).

Brouwer - y otros navegantes que le siguieron – aportaron valiosas descripciones hidrográficas y biogeográficas para caracterizar el sector americano del Mar Austral como un espacio oceánico que, en términos longitudinales, a lo menos se prolongaba hasta la latitud 61° sur. Entre los relatos que ayudaron a confirmar dicha caracterización se encuentran los best-seller de viajes y aventuras (y crímenes) del corsario-científico William Dampier (“A New Voyage Round the World“, 1697), así como los relatos de sus “colegas“ Bartholomew Sharp (“The Voyages of Capt. Barth. Sharp into the South Sea“, 1684), Lionel Wafer (“A New Voyage and Description of the Isthmus of America“, 1699), Woodes Rogers (“A Cruising Voyage Round the World“, 1712) y Edward Cooke (“A Voyage to the South Seas and Round the World“, 1712). Junto con contribuir con las primeras noticias impresas sobre la presencia de hielo marino que, al sur del Cabo de Hornos, flota hacia el Oeste con la corriente circumpolar, estos marinos dejaron también constancia de la presencia de naves mercantes que navegaban entre Europa y los puertos de Chile Central.

De ese modo, y al menos a partir del último cuarto del siglo XVII, “la ruta del Cabo de Hornos“ pasó a ser más conocida que la ruta del Estrecho de Magallanes que, a juicio de muchos marinos, era más compleja debido a las corrientes, los vientos arrachados y los requeríos no indicados en las cartas marinas.

Desde ese mismo período el paso a través del Mar Austral se convirtió en la principal ruta de contacto directo entre Chile y España, pues, a través de dicho pasaje, lo separaban circa tres meses de navegación. En ese marco, a partir de entonces el tráfico entre Cádiz y Chiloé, Talcahuano, Valparaíso, Coquimbo y Huasco incluyó la presencia regular de nacionales, mercaderías y autoridades chilenas en dicho sector del “oceanus“ greco-romano y judeo-cristiano. Por ejemplo, en 1756 en esa ruta falleció (y fue sepultado en Alta Mar) el Gobernador de Chile, don Domingo Ortiz de Rozas.

Antes que eso, en 1690, el navegante español Francisco Seixas de Lobera había publicado en Madrid una “Descripción Geográphica y Derrotero de la Región Austral Magallánica“, en la cual, en el contexto de una caracterización de la hidrografía de las regiones al sur de la latitud 45°, se confirmaba que los “flujos y reflujos“ predominantes del Mar Austral eran aquellos que fluían en dirección Oeste-Este. De esta y otras descripciones del área marítima adyacente a los archipiélagos del Cabo de Hornos y Diego Ramírez, el lector de la época de la Ilustración podía concluir que esa región marítima era parte de un circuito circumpolar que, también, incluía a las áreas al sur del Cabo de Buena Esperanza y a aquellas que - desde la década de 1640 - se llamaron “Nueva Holanda“ y “Tierra de van Diemen“ (Australia y Tasmania).

Este estado de cosas permaneció con pocas alteraciones hasta que, a propósito de la pérdida de territorios en América del Norte sufrida por Francia al final de la Guerra de los Siete Años, en 1763-64 dicho país intentó, sin éxito, ocupar las Islas Falkland/Malvinas. Esta empresa catalizó el interés científico y geopolítico de la Corona británica que, a partir de las mismas fechas, envió al hemisferio sur las expediciones lideradas por el Comodoro John Byron y los capitanes Samuel Wallis y Philip Carteret. Estos, luego de atravesar el Estrecho de Magallanes, entre 1764 y 1769 circunnavegaron la tierra, sin visitar, sin embargo, la ruta del Cabo de Hornos. Una razón principal para ello lo constituía el recuerdo del desastroso pasaje de esa ruta sufrido por la flota británica que, al mando de Lord George Anson, durante marzo y abril de 1741 había sido dispersada (y en parte importante destruida) por las olas y el viento de la Corriente Circumpolar de la Antártica.

Un aspecto principal no dilucidado por las investigaciones de Anson, Byron, Wallis y Carteret (tampoco por la primera circunnavegación francesa del capitán Louis de Bougainville) se refirió a la presencia de un continente austral situado más al sur de la ruta del Cabo de Hornos y/o ubicado entre esa área y el sureste de Nueva Zelanda. Para dilucidar a esta interrogante, entre 1768 y 1772 y entre 1772 y 1775, por instrucciones de su gobierno, el capitán James Cook encabezó una minuciosa exploración de las regiones más australes del mundo. Entre otras hazañas, durante estas navegaciones Cook realizó la primera circunnavegación del Mar Austral Circumpolar.

De importancia es que, luego de siete años de exploración, en su diario de navegación este marino dejó expresa constancia de que, en esta parte del extremo sur del mundo (hasta la latitud 69°45´sur), él y sus tripulaciones no habían encontrado ninguna indicación de tierra firme.

Es más, concluidas sus investigaciones de las regiones oceánicas al sur de Tasmania, Nueva Zelanda, el Cabo de Hornos y el Cabo de Buena Esperanza, Cook, un hidrógrafo y comandante en extremo prolijo, pudo concluir que en el curso de su exploración no había estado cerca de ninguna tierra firme austral, por lo que, si esta finalmente existiera, la mayor parte de la misma debería “situarse dentro del Círculo Polar (Antártico), en donde el mar está tan plagado de hielo que haría inaccesible la tierra“.

Así, sostenido en la evidencia de sus propias investigaciones, y teniendo como referentes las expresiones castellana de “Mar Austral“ y francés “Mer Austral“ (derivada de la primera), Cook llamó “Southern Ocean“ al cuerpo de agua que rodea al Polo Antártico. Esta última expresión inglesa continua en pleno uso, sostenida, por cierto, en la realidad oceanográfica que para los navegantes impone la Corriente Circumpolar de la Antártica.

Una versión editada del “journal“ de Cook fue publicada en 1777 y traducida inmediatamente a todos los principales idiomas europeos (Voyage Towards the South Pole and Round the World ). Con ese texto se hicieron axiomáticas para los navegantes las referencias sobre la extensión circumpolar del “Southern Ocean“. Asimismo, ese texto terminó por popularizar noticias que desde el siglo XVII circulaban acerca de enormes poblaciones de ballenas y focas, cuyo aceite era para entonces un producto de enorme valor comercial. Estas noticias fueron casi enseguida confirmadas por el éxito de dichas actividades en caladeros situados en las aguas adyacentes a ambas costas de la Patagonia, Tierra del Fuego y del Archipiélago de la Falkland/Malvinas.

A lo largo de las dos últimas dos décadas del siglo XVII y las dos primeras del siglo XIX una multitud de naves de diversa bandera surcaron las aguas del Mar Austral Circumpolar en busca caladeros de focas al sur de los Cabos de Hornos y Buena Esperanza, Tasmania y la Isla Sur de Nueva Zelanda. En el curso de esas navegaciones diversas islas australes fueron descubiertas, aunque no señales de una tierra firme antártica (i.e. Islas Auckland, Macquarie y Campbell).

Esta situación comenzó a cambiar cuando, en el verano austral de 1819, el bergantín inglés “Williams of Blyth“, capitán William Smith, en ruta desde Montevideo a Valparaíso, practicando la maniobra explicada dos siglos antes por Hendrick Brouwer, accidentalmente “se topó“ con las Isla Livingstone, Archipiélago de las Shetland del Sur.

La primera noticia de este descubrimiento se tuvo entonces en el citado puerto chileno, desde el cual el folclore marinero de la época la distribuyó por “los siete mares“. A partir del verano siguiente, varias naves visitaron las Shetland del Sur que, en el contexto cartográfico de la época, no eran sino otro grupo de islas del “Southern Ocean“. Esta percepción comenzó a cambiar a partir fines de 1820, cuando el bergantín chileno “Dragón de Valparaíso“, capitán Andrés Macfarlane, en busca de caladeros de focas antártica, a fines de diciembre de dicho año reconoció y desembarcó en la costa occidental de la Península Antártica, esto es, en el continente polar.

A comienzos de diciembre próximo se cumplirán 200 años de este notable descubrimiento chileno.

Desde esa misma coyuntura el interés sobre la existencia de un continente antártico cobró un nuevo interés. De esa misma época datan las primeras expediciones científicas antárticas, la primera de las cuales, aquella liderada por Edward Bransfield (1819-1820), tuvo lugar desde y hacia Valparaíso. En los hechos, a los ojos de los primeros exploradores antárticos, la continuidad geográfica de Chile hacia evidente la pertinencia de operar desde sus puertos. Tempranamente esto otorgó al país su “identidad antártica“, en parte no menor como resultado de su prolongación natural a través del mar austral circumpolar a de cuyas aguas por siglos se había conectado con la metrópoli española y, luego de la independencia, con Montevideo, Río de Janeiro, Europa y la costa Este de los Estados Unidos.

Mas tarde, a partir de la década de 1870, la consolidación de Punta Arenas como principal puerto para las operaciones australes permitió a Chile fortalecer su ocupación y uso del Mar Austral Circumpolar. Primero, a través de la regulación de las actividades de sus foqueros hasta y más allá del Cabo de Hornos y, a partir de comienzos del siglo XX, a través de sus operaciones balleneras a lo largo y ancho del sector americano de dicha masa de agua.

Estas actividades chilenas incluyeron la instalación de la Sociedad Ballenera de Magallanes en la Antártica (Isla Decepción), a través de las cuales naves de pabellón nacional hicieron uso y ocupación del espacio en ambas orillas de la Península Antártica, incluso más allá del Círculo Polar.

Para 1909 la presencia de buques chilenos en esa región polar se había hecho rutinaria. En ese marco deben, por ejemplo, entenderse el primer rescate antártico (aquel del mercante noruego “SS Telefon“), así como la hazaña Wilhelmina Schröeder, vecina de Punta Arenas (esposa del capitán Adolf Amandus Andresen, Manager de la ballenera chilena), quien sin duda debe considerarse la “primera mujer en visitar y vivir en la Antártica“. Considerados estos aspectos es posible suponer que el famoso rescate de los náufragos de la “HMS Endurance“ desde la Isla Elefante (agosto 1916) constituyó casi un acto casi rutinario, pues, para entonces, Chile ejercía un control efectivo del sector oceánico comprendido entre los archipiélagos del Cabo de Hornos y Diego Ramírez y ambas costas de la Península Antártica.

Así, sobre la práctica del uso y ocupación efectiva del espacio asociada a su continuidad geográfica y biogeográfica, el Decreto Antártico de 1940 que estableció los límites del Territorio Chileno Antártico no es el resultado de un acto meramente administrativo, ni menos caprichoso. A través de esa medida Chile no “reclamó un territorio“ (que ya le pertenecía por títulos jurídicos y por su uso y ocupación permanente), sino que, simplemente, precisó sus límites exteriores (conforme con una interpretación exacta del Tratado de Tordesillas de 1494, entre los meridianos 53°Oeste y 90°Oeste).

Consistente con la tradición geo-legal que encapsula dicho Decreto Antártico, los Decretos 18.175 y 18.715 de 1989, que fijan la división político-administrativa del país, establecen que la Provincia Antártica (Región de Magallanes y Antártica Chilena) se extiende entre los canales Cockburn y Beagle y el Polo Sur. Por la misma razón, cuando las primitivas constituciones políticas chilenas refieren al Cabo de Hornos como límite, en realidad refieren a la ruta del Mar Austral Circumpolar caracterizado por ese accidente geográfico. A través de ese pasaje, por ejemplo, a comienzos de 1818 el citado bergantín “Dragón de Valparaíso“ trajo al país el cargamento de armas empleadas por el Ejército Patriota para sellar la independencia de Chile en los campos de Maipú.

Es en este sector del territorio chileno en el que la presentación argentina de plataforma continental supone, de hecho y de derecho, un diferendo limítrofe con Chile.

Si bien en lo que se refiere al área cubierta por el statu quo del Tratado Antártico de 1959, el reclamo de plataforma argentina en el Atlántico Sur y el Mar Austral Circumpolar (1.633 kms2) no tiene “por el momento“, efecto legal, sí lo tiene para el sector adyacente al denominado Punto F del martillo pactado en 1984.

En este último caso, la presentación argentina supone, por una parte, que en dicho sector no existe un compromiso vigente con Chile y, por otra, importa afirmar que en ese mismo sector podría caber la aplicación de un neo-principio bioceánico (el meridiano del Cabo de Hornos se verifica la división entre el Océano Pacífico y el Océano Atlántico).

Desde la perspectiva chilena, ninguna de esas afirmaciones resulta aplicable.

En el primer caso, porque, como antes se explica, las áreas situadas al sureste, al sur y al suroeste del Punto F del Tratado de 1984 forman parte del sector americano de un Mar Austral Circumpolar que, al menos desde el siglo XVII, ha sido ocupado por nacionales chilenos.

En el segundo caso, porque en el caso en el área adyacente al Punto F reclamada por argentina debe primar no solo la proyección de la Zona Económica Exclusiva, sino también la proyección de la plataforma continental de las Islas Diego Ramírez (Art. 76. 1 de la CONVEMAR).

Por ahora solo es posible especular acerca del motivo del reclamo argentino en esa zona. Como sea, en no menor medida el resultado final del diferendo abierto por esta iniciativa argentina dependerá de la argumentación geo-histórica, geo-legal y geo-científica chilena. Un análisis general de la geología marina del sector “en disputa“ vis a vis la normativa del Art. 76 pareciera ofrecer importantes ventajas para la posición chilena.

Ahora solo queda por ver si el gobierno chileno, más allá de sus gestiones diplomáticas, tendrá la voluntad política para someter a la Comisión de Límites de la Plataforma Continental su propia presentación de plataforma extendida más allá de las 200 millas de su Provincia Antártica. Si lo hace, lo más probable es que entonces la citada Comisión deba considerar lo establecido en los Art. 76.10 y 83 de la Convención, así como el Art. 9 de su Anexo II, además de lo prescrito en Anexo I de su propio Reglamento.

Si eso ocurre, para resolver el problema de límites existentes ambos países deberían entenderse de manera bilateral, y elegir entre la cooperación o el conflicto legal.

Si bien la presentación argentina de plataforma continental extendida en el área adyacente al sector delimitado con Chile en 1984 (después de casi un siglo de conflicto) resulta de la aplicación de una prerrogativa que el Derecho del Mar le reconoce a Argentina, la manera inconsulta y maximalista en que lo hizo no aporta buenos augurios.

A nuestro juicio, no podía ser de otra manera. El método “envolvente“ de la lógica geopolítica de la presentación argentina de plataforma continental extendida vincula, sucesivamente, su plataforma continental sudamericana con la plataforma de los archipiélagos de las Falkland/Malvinas y Georgias del Sur (administradas por el Reino Unido) para, enseguida, vincular a estas últimas con los territorios submarinos adyacentes de las Islas Sandwich del Sur, Orcadas del Sur, a la Península Antártica y las Islas Shetland del Sur. Mientras que para el primero de esos sectores el Reino Unido ha efectuado una presentación equivalente a la argentina, su reclamo de territorios submarinos ha quedado, en los hechos, “congelado“.

Esto ha dejado a la proyección geopolítica argentina hacia la Antártica en un doble statu quo (el primero es aquel i puesto por el Art. 4 del Tratado Antártico).

Por el occidente, sin embargo, el competidor, Chile, ha guardado hasta ahora silencio.

Sin embargo, a diferencia del Reino Unido, Chile es el país más cercano a la Antártica y tiene, a diferencia de Argentina, una tradición polar más rica y más diversa. Desde esta óptica, puede interpretarse que el reclamo de un espacio de territorio submarino adyacente al Punto F tiene por finalidad dificultar la proyección chilena hacia la Región Polar Austral. En la realidad, no obstante, esto es intentar tapar el sol con un dedo.

Como reconoció hace algunos días un medio de Buenos Aires, esto recién comienza.



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