Viene de: Un elefante en la habitación: el arma nuclear (II). Después de Ucrania
Una de las ventajas de publicar un texto en “fascículos” es que permite una cierta interacción con los lectores antes de llegar a las conclusiones. No necesariamente para modificarlas —quién no sufre del síndrome del “sostenella y no enmendalla”—pero sí al menos para tratar de explicarse mejor.
Con esa intención, empezaré esta tercera y última entrega —celebrará saberlo el lector—con una respuesta breve a las dos enmiendas a la totalidad que se deducen de los comentarios que he podido leer. ¿Por qué suponer que la Rusia de Putin tiene intenciones agresivas hacia otras naciones europeas y, en particular, hacia las de la órbita soviética? No me extenderé: por la misma razón por la que la mayoría de nosotros no nos fiaríamos de las promesas del violador del Ensanche si nos dijera que no lo volvería a hacer.
La segunda enmienda viene de la mano del arsenal nuclear francés y de lo mal que, en la mayoría de las ocasiones, hemos explicado las armas nucleares tácticas. La amenaza de destrucción de Moscú y San Petersburgo es, como han dicho algunos, suficiente para prevenir una guerra nuclear sin limitaciones. Pero la destrucción mutua asegurada (MAD), muy poco atractiva para Macron porque implicaría el suicidio de Francia y el suyo propio, es exclusivamente para lo que es: proteger París. No bastaría para convencer a Rusia de que no debería hundir el portaviones Charles de Gaulle con un torpedo de cabeza nuclear. Ese es, precisamente, el propósito de las armas nucleares tácticas: obtener ventajas decisivas en el campo de batalla sin provocar la escalada que extinguiría la humanidad.
La disuasión nuclear
Hechas estas aclaraciones, retomemos el hilo de las entregas anteriores y volvamos a la Guerra Fría y la estrategia MAD. ¿Cómo de creíble era entonces la disuasión nuclear? Los estrategas occidentales se han preguntado a menudo si los presidentes norteamericanos arriesgarían sus ciudades para salvar a sus aliados europeos. Sin embargo, la misma duda tenían los rusos. Con la vida de todos en juego, incluida la de los inquilinos del Kremlin —a nadie debería importar si eran comunistas o imperialistas— esa duda bastó para asegurar la disuasión.
¿La llegada de Trump podría cambiar las cosas? Es probable. Él tiene muy claro que no bailará con la más fea —no sé si esta será ya una expresión políticamente correcta, y pido disculpas de antemano a quien se sienta ofendido u ofendida— y, en este caso, la más fea es la guerra nuclear.
Pero no vayamos tan lejos. Tratándose de Trump, los admiradores y los detractores estarán de acuerdo en que su presidencia estresará a la Alianza Atlántica. Basta ver lo que ha ocurrido con la apertura de las negociaciones con Putin para poner fin a la guerra de Ucrania sin la menor concesión a ninguno de sus aliados. ¿Romperá Trump la OTAN? Apostaría a que no. No lo hizo en su primer mandato. Pero no pondría la mano en el fuego. Y menos aún arriesgaría quemarme para defender que, dentro de cuatro años, quien le releve va a ser capaz de restañar las heridas y devolver la buena sintonía a unos pueblos, los europeos y el norteamericano, que —y de ese logro sí puede presumir Putin, que hace cuanto está en su mano para enfrentarnos con la herramienta de la desinformación— cada día se miran con mayor recelo.
Ojalá me equivoque, pero me temo que la UE tendrá que gobernar a un rumbo mucho más a barlovento de lo que indica la Brújula Estratégica de Borrell para mantenerse a la altura de sus rivales estratégicos y garantizar la seguridad de los europeos.
El Tratado de no Proliferación
En el párrafo anterior —la cabra tira al monte— he empleado la palabra barlovento, bonita y marinera, para representar un espacio estratégico que nos da ventaja pero al que no se llega dejándose llevar por el viento de la política. Como la metáfora no puede ser más torpe, debo aclarar al lector que estoy hablando de algo que ni siquiera en estos días convulsos, bajo las apocalípticas amenazas militares de Putin y las baladronadas de Trump, parece estar sobre la mesa de ningún líder europeo: la conversión de la Europa de hoy, más acomplejada que verdaderamente pacífica, en una potencia nuclear.
Por el camino que vamos, es probable que, dentro de no muchos años, la posesión de armas nucleares sea una condición imprescindible para sentarse en la mesa de los mayores. Quienes no lo asuman quizá tengan que resignarse a ver como los abusones del patio del colegio global les arrebatan los bocadillos en el recreo. Sin embargo, Europa —el arsenal francés, como hemos dicho, es francés y orientado a la estrategia MAD— ni siquiera se lo plantea.
¿Por qué no lo hace? Hay tres buenas razones. La primera es el “siempre ha sido así”, una tendencia poderosa en toda organización que solo puede superarse con liderazgo, algo de lo que hoy no podemos presumir. La segunda es el irrefrenable deseo de que todo el mundo sea bueno, que obnubila nuestras mentes y provoca ese negacionismo de la guerra en el que los europeos hemos vivido durante varias décadas. Pero, si nos vamos al terreno de la realidad objetiva, lo que de verdad ata las manos de las naciones europeas es el Tratado de no Proliferación Nuclear (TNP).
Ya en su día, la apuesta por la hipotética desaparición del arma nuclear en algún lejano momento del futuro —objetivo último del tratado— a cambio del desarme unilateral de la mayoría de las naciones en el presente nos pareció a muchos tan noble como ingenua. Hoy, más que ingenua es negligente. A estas alturas ni siquiera merece la pena discutir si el mundo estaría más seguro sin armas nucleares. Es difícil decirlo porque, sin miedo a atravesar el umbral de la estrategia MAD, quizá estaríamos ya luchando en la Tercera Guerra Mundial, y no deberíamos olvidar que solo en la Segunda murieron cincuenta millones de personas. Sin embargo, no hay necesidad de planteárselo porque, sencillamente, es una hipótesis implausible.
La India, Pakistán, Israel, Corea del Norte, puede que Bielorrusia —no está claro quién controla las armas tácticas que le ha entregado Putin— y quizá Irán, han entrado ya en el club nuclear derribando a patadas todas las frágiles puertas que se lo impedían. ¿Serán los europeos los únicos que aspiren a defender sus intereses en el complicado mundo del futuro renunciando a la espada nuclear, tan disuasoria como es ella, y sin siquiera procurarse un escudo antimisiles como el que Trump quiere desarrollar?
La anterior tampoco es una pregunta retórica. Sin embargo, únicamente puede contestarla usted. Hay en Europa muchas voces que defienden el desarme, incluso unilateral. Es, en mi opinión, una interpretación voluntarista de lo que el progreso debiera ser pero nunca será. Sin embargo, encaja en una sociedad todavía asqueada de las guerras del siglo XX. Después de todo, a nuestros ciudadanos no se les permite salir a la calle con rifles de asalto, como ocurre en los EE.UU., y eso no hace que nos sintamos más inseguros. Al contrario.
Con todo, el argumento del armamento individual no me parece válido si se lleva a la comunidad de naciones. Nosotros confiamos en que sea la policía la que nos defienda de quienes sí tienen esos rifles. Y, herida de muerte la ONU —arrasada por los abusos de quienes debían garantizar la seguridad de la humanidad, todos los cuales ¡que coincidencia! tienen armas nucleares— no hay nadie que pueda hacer de sheriff en las calles del globo. ¿Es desarmados como haremos frente a Putin, Jamenei, Kim, Xi, Maduro, Ortega y tantos otros pistoleros —Trump también lo es, aunque sea nuestro aliado— que recorren la ciudad sin ley en la que, poco a poco, ha vuelto a convertirse nuestro planeta?
Tiene que ser el toro
¿Le parece al lector que he dibujado un panorama demasiado sombrío? Permítame distender el ambiente con un chiste, aunque en este caso se trate de un autoplagio. Reconozco que es parte central de la argumentación de “Tambores de Guerra”, un libro escrito, como este artículo, con la vana pretensión de concienciar a la ciudadanía sobre sus responsabilidades.
Dos hermanos de corta edad, un niño y una niña, caminan de madrugada por un sendero rural tirando de una vaca. El cura de una parroquia cercana, que va a decir misa al pueblo donde ellos viven, se los encuentra en el camino y les pregunta: “Dónde vais tan temprano con ese animal?” El niño, un año mayor que su hermana, contesta con desparpajo: “Vamos a llevar la vaca al toro.” El cura, indignado, vuelve a preguntar: “¿Y eso no lo puede hacer vuestro padre?” El niño mira a su hermana y, sorprendido por la ignorancia del cura en lo que se refiere a biología reproductiva, le explica la realidad tal como él la ve: “No. Tiene que ser el toro.”
Además de cubrir a la vaca, hay otras muchas cosas que, en verdad, solo puede hacerlas el toro. Y, cuando lo que está en juego es nuestro futuro, el toro de esta historia somos todos: el pueblo soberano.
Mientras nuestros líderes, atados por sus compromisos y aparentemente incapaces de mirar más allá de la próxima legislatura, se pelean en Bruselas por unas décimas más o menos de nuestro PIB —y no diré que este sea un asunto baladí— la cuestión que verdaderamente va a afectar al futuro de Europa, a nuestra seguridad y a nuestra capacidad de influir en el mundo ni siquiera está sobre la mesa. Así pues, desengáñese el lector, no parece que la decisión sobre el arma nuclear en Europa la vaya a tomar nuestro padre. Tiene que ser el toro. Si nuestros líderes prefieren mirar para otro lado, ¿quién, si no nosotros, podría exigir un debate informado sobre el asunto?
A la fuerza ahorcan
Si, fruto de ese debate público en todas las naciones de la UE, llegáramos a dar el sí colectivo al arma nuclear, todavía tendríamos por delante muchas más preguntas que respuestas. Sería muy difícil acordar quién estaría legitimado para controlar el maletín nuclear de los europeos. Casi tanto como comenzar a construir nuestra casa común por el tejado.
Europa, reconozcámoslo, no es una nación. Sin embargo, a la fuerza ahorcan. Solo unidos, quizá en torno a un botón nuclear y como mínimo —de esto sí que estoy convencido— detrás de un escudo antimisiles como el que Trump quiere para los EE.UU., evitaremos sufrir la suerte de los reinos de Taifas. Mejor, desde luego, al lado de nuestros aliados del otro lado del Atlántico… pero dos no se arriman si uno no quiere y no podemos depender de lo que decida el pueblo norteamericano, también soberano y condicionado por intereses que no necesariamente coinciden con los nuestros.
Entonces, ¿sí o no al arma nuclear? Como gallego que soy, contestaré con uno de los grandes clásicos de mi tierra: ¿y por qué me lo pregunta? El toro, convénzase, es usted.