Desde que Clausewitz dio con el afortunado término de niebla de la guerra, los militares de todos los países lo utilizamos para describir —y, en cierta medida, justificar— nuestra ignorancia de algunos de los factores que deberían condicionar las decisiones que tenemos que tomar. Para el observador no familiarizado, esta niebla —como la de verdad— suele hacerse más espesa sobre la mar, donde a la ocultación y al engaño presentes en todo campo de batalla se une la lejanía, el desconocimiento del entorno marítimo y la incomprensión de las particularidades de los medios navales.
Como para muestra basta un botón, fíjese el lector en los informes que tanto Rusia como Ucrania publican sobre los daños causados al enemigo. Por supuesto, las cifras de ambos lados están infladas por la propaganda, uno de los factores que contribuye a espesar la niebla. Pero en el caso de las fuerzas terrestres al menos se sabe de lo que se está hablando: carros de combate, vehículos de combate de infantería, otros tipos de vehículos no blindados y sistemas terrestres razonablemente desglosados.
No ocurre lo mismo en el caso de las fuerzas navales. En los informes de Kiev figura una única línea de unidades navales, en la que se agregan desde el crucero Moskva con sus 12.000 toneladas hasta lanchas mil veces más pequeñas. Rusia, por su parte, cuenta como barcos hundidos al enemigo hasta las embarcaciones neumáticas que utilizan los comandos ucranianos para atravesar el Dniéper y dar golpes de mano. El valor de informes así no es mayor que el que resultaría de sumar patinetes, triciclos y bicicletas a la cifra de carros de combate destruidos.
Con tan imprecisa información, se hace difícil que el público no especializado pueda valorar lo que ocurre en el mar Negro, donde la guerra se moja los pies. Es verdad que tampoco importa demasiado, porque esta contienda se libra en tierra y, en menor medida, en el aire. La guerra en la mar aparece tan desequilibrada que solo de cuando en cuando ofrece noticias de algún interés a los periodistas especializados en el entorno marítimo.
Sin embargo, por dos razones diferentes, ambas de limitado relieve operacional pero atractivas para el gran público, la mar vuelve a ser noticia estos días como no la había sido desde el hundimiento del Moskva. Por una parte, los medios empiezan a cubrir, con creciente rigor e interés, las desconcertantes vicisitudes del corredor marítimo para la exportación del cereal ucraniano. Por la otra, los fugaces éxitos de los drones de superficie, bien documentados en video por sus controladores, parecen despertar curiosidad en la opinión pública ahora que la relación de ataques de drones aéreos a las ciudades ucranianas se hace interminable y la respuesta del ejército de Zelenski contra un puñado de objetivos militares en Rusia y en Crimea, por repetitiva, empieza a aburrir a los lectores.
Parece pues un momento oportuno para que, asumiendo el riesgo que conlleva el hacerlo desde la distancia y exclusivamente a partir de información abierta, tratemos de deducir de los pocos hitos que consiguen sobresalir de la densa niebla informativa que cubre el mar Negro qué es lo que está ocurriendo en estos días sobre y bajo su superficie.
Una campaña sin lustre
Quizá porque tanto Rusia como Ucrania sean potencias de mentalidad continental, la guerra de Putin —poco importa que él y un puñado de prorrusos niegue que lo sea— ha terminado enfrentando en el mar Negro a dos contendientes poco preparados.
Ucrania, que para evitar su posible captura decidió hundir en el puerto de Mikolaiv a su única fragata —la Hetman Sahaidachny, de la obsoleta clase Krivak— carece de buques de combate. Sin embargo, desde el comienzo de la guerra ha ido recibiendo de diversas procedencias medios A2/AD (para el no iniciado, siglas de Anti-Access/Area Denial) suficientes para impedir el acercamiento de Rusia a su litoral. Afortunadamente para los habitantes de la región de Odesa, se acabaron los bombardeos navales de los primeros días. Hoy, los buques de superficie rusos no pueden acercarse a menos de las 70 millas largas que definen el máximo alcance de los misiles Harpoon que, entre otros países, España ha entregado a Kiev.
Rusia, por su parte, heredó de la estrategia naval de la Guerra Fría una concepción de la flota del mar Negro como una herramienta A2/AD de gran alcance, construida en torno a submarinos convencionales y unidades dotadas de misiles de largo alcance cuya principal misión era neutralizar los portaaviones norteamericanos que, en una hipotética Tercera Guerra Mundial, iban a operar en el Mediterráneo. Como consecuencia, los buques rusos del mar Negro, formidablemente armados de misiles antibuque, carecen de las capacidades de combate en el litoral —particularmente en el área de la defensa antimisil— que harían falta para acercarse a la costa ucraniana, cada día mejor defendida.
Tampoco tiene la flota del mar Negro los medios que serían necesarios para llevar a cabo con éxito una operación anfibia en la región de Odesa. Entre los pocos preparativos navales previos a la invasión —recuerde el lector que la guerra, de acuerdo con la convención de Montreux, permite a Ankara impedir el paso por los estrechos turcos de los buques de guerra rusos que no tengan allí sus bases— Putin ordenó el traslado al mar Negro de cinco buques anfibios de la clase Ropucha para reforzar los que ya tenía en sus bases de Sebastopol y Novorossiysk. Pero lo hizo por su capacidad logística, siempre útil en un teatro de operaciones flanqueado por la mar. Nunca tuvo previsto emplearlos para un desembarco con oposición que, con toda probabilidad, habría sido un sangriento fracaso. A Odesa, quizá el objetivo soñado de la campaña, Putin quiso llegar por tierra, y en tierra combatieron desde el primer momento, hombro con hombro con unidades terrestres de muy distinta procedencia, las brigadas de su infantería de marina.
Si la flota rusa del mar Negro ya no tiene capacidad para acercarse a la costa ucraniana —dura lección aprendida tras la pérdida del Moskva y que ha obligado al Kremlin a abandonar la pequeña pero popular isla de las Serpientes— ni tampoco quedan barcos enemigos a los que destruir, ¿cuál es su actual cometido? Además de las tareas logísticas, que pueden adquirir mayor importancia si Ucrania llega a alcanzar la península de Crimea, y del tímido bloqueo naval del que luego hablaremos, la flota del mar Negro se dedica principalmente al lanzamiento de misiles de crucero Kalibr —y, ocasionalmente, misiles antibuque como el Oniks, que disponen de cierta capacidad para ataque a tierra aunque su precisión es menor— sobre blancos en regiones lejanas de Ucrania. Cierto es que para este viaje no hacen falta alforjas. Ucrania no está al otro lado del mundo, sino que comparte fronteras con Rusia. En estas circunstancias, la capacidad expedicionaria que de por sí tienen los misiles navales no hace la diferencia. No hacen falta barcos ni submarinos para llevar los misiles rusos a distancia de lanzamiento.
Con esta dinámica, solo un milagro podía evitar que la campaña marítima languideciera sin demasiado lustre. Pero la política, como la desinformación, hace este tipo de milagros y, al menos en estos últimos días, ha acudido al rescate de las operaciones navales permitiendo que algunas de las acciones de uno u otro bando, aunque sea de una forma confusa, sobresalgan sobre la niebla de la guerra.
Drones navales
La guerra de Putin podría pasar a la historia como la guerra de los drones. Por desgracia, la palabra dron cubre un amplio abanico de equipos, que va desde el cuadricóptero comercial que sirve de ojos a las tropas en el frente, pasando por los drones suicidas que reemplazan a los misiles tierra-tierra con menos eficacia pero a un precio menor, los drones armados de diferentes características y capacidades y, en la cúspide de la pirámide, el enorme Global Hawk que cuesta incluso más que los más sofisticados aviones de combate.
Por si eso fuera poco, y a pesar de que la definición académica de dron se aplica exclusivamente a aeronaves —no en vano viene de la palabra inglesa drone, que significa zángano, abeja macho— hoy empieza a usarse también para sustituir a las siglas USV (Unmanned Surface Vehicle). A primera vista, los drones navales, que han crecido en popularidad desde el ataque al puente de Kerch en el pasado mes de julio, parecen haber equilibrado la balanza de poder en el entorno marítimo. Pero es solo una apariencia, mucho más real en el disputado espacio de la información que sobre la superficie del mar Negro.
Contra lo que se ha publicado en algunos medios del prestigio del Wall Street Journal, los USV no van a cambiar el signo de la campaña marítima. Y mucho menos van a marcar una nueva era para la guerra naval, como ha llegado a anunciar frívolamente la BBC británica. Jamás tendrán la influencia que, tanto en tierra como en la mar, tienen los verdaderos drones, los aéreos, que sí que han venido para cambiar las cosas para siempre. Y es que, aunque les llamemos de la misma forma, hay muchas diferencias operativas entre drones y USV.
Para empezar, y si excluimos circunstancias excepcionales centradas en la guerra asimétrica en el litoral, el dron de vigilancia, que sirve de ojos a los soldados en el frente y también a los buques en la mar, debe seguir siendo una aeronave. La tierra —y pido disculpas a los terraplanistas por esta afirmación que no voy a molestarme en argumentar— es redonda y, para ver más lejos, es preciso elevarse sobre el horizonte. Sin duda hay un futuro brillante para el USV en la guerra antisubmarina, tediosa y arriesgada, y también en la guerra de minas; pero no un presente en la guerra de superficie, y menos en la actual Ucrania.
Si consideramos la otra faceta del dron, el ataque suicida, los sistemas aéreos siguen siendo mucho más útiles, al menos en las zonas cercanas al litoral, donde las marinas de todo el mundo se preparan para la posibilidad de que un enjambre de pequeños drones pueda saturar las defensas de los mejores buques de guerra.
¿Qué diferencia un Shahed iraní de cualquiera de los drones navales que utiliza Ucrania? En primer lugar, el modo de empleo. El Shahed vuela según una derrota planeada hacia un punto geográfico prefijado. Más que un verdadero dron, se comporta como un misil adquirido en las rebajas: ruidoso, lento, fácil de detectar y con una reducida cantidad de explosivo… pero barato. Su única ventaja es su coste, aunque no sea una ventaja pequeña cuando su precio se hace menor que el de la mayoría de los sistemas que existen para derribarlos.
Por su parte, el USV tiene con respecto al Shahed la ventaja de la autonomía, no necesariamente medida en distancia sino en horas de espera sobre la superficie de la mar. A cambio, acarrea una larga lista de inconvenientes. El primero de ellos es que, por estar destinado principalmente al ataque a plataformas móviles, debe permanecer siempre bajo el control de su operador. Esta característica ofrece interesantes posibilidades en el ámbito de la información, porque permite a los ucranianos grabar en video cada ataque y, cuando tiene éxito, darlo a conocer dejando en ridículo al ministerio de Defensa ruso que suele negar toda victoria a sus enemigos. Pero esta forma de trabajar tiene una importante contrapartida, ya que hace que el sistema sea más vulnerable a la guerra electrónica o, como recientemente se ha hecho público, a las decisiones de Elon Musk sobre el Starlink.
Un segundo inconveniente de este sistema es el coste. El precio de un verdadero dron naval, que necesita una alta velocidad para el ataque a buques de guerra, puede superar al de muchos de los misiles de más modestas prestaciones. La prensa da cifras creíbles en torno a los 250.000 euros, unas diez veces más que el Shahed y varios órdenes de magnitud por encima de las salvas de artillería de pequeño calibre que pueden destruirlo.
Por último, y cuando se les compara con los verdaderos drones, un tercer inconveniente, muy importante, es la vulnerabilidad. En su fase de acercamiento al objetivo, el dron naval, difícil de ver desde la mar, puede ser fácilmente detectado y destruido por los medios aéreos del enemigo porque, si el tiempo no es muy malo, las estelas se ven a gran distancia. Y, en su fase de ataque, aunque no pueda considerarse un blanco fácil para la artillería de pequeño calibre de los buques, lo es mucho más que los drones aéreos. Entre otras razones, porque la mar revela donde caen los piques y permite corregir la puntería.
Después de esta valoración apresurada a la que el tiempo pondrá en su lugar, centremos el análisis. ¿Cuáles son los logros reales de los USV en el mar negro? Indudablemente, han llevado la guerra en la mar a zonas donde los rusos se sentían seguros y han alegrado el día a muchos ciudadanos de la sufrida Ucrania. En este sentido, pueden compararse sus efectos a los de los drones suicidas que Kiev lanza con creciente frecuencia sobre el territorio ruso y sobre la ocupada Crimea. Solo eso ya justifica su empleo, porque las guerras se ganan muchas veces con la munición de la esperanza.
Sin embargo, si en vez de las ondas de la televisión hablamos de las olas del mar Negro, los éxitos no han sido excesivos. Además del puente de Crimea, que no es propiamente un blanco naval, los drones se han utilizado tanto contra buques en puerto como en la mar. En puerto, han causado daños a un buque anfibio que hemos visto en las imágenes de televisión a remolque y apreciablemente escorado y, algunos meses antes, a una fragata, la Admiral Makarov, reparada en un plazo muy breve. Parece difícil que estos éxitos puedan repetirse una vez pasado el efecto sorpresa, porque no es difícil disponer barreras a flote que impidan el paso de los USV.
En la mar, que es su verdadero campo de actuación, los drones navales han dañado a un petrolero cerca del puente de Crimea y realizado varios ataques de resultados poco claros a unidades menores. Muy poco cuando se compara con lo logrado por los misiles ucranianos, responsables del hundimiento del Moskva, de los daños a dos unidades de la clase Ropucha y, más recientemente, de la práctica destrucción de un submarino de la clase Kilo y otro buque anfibio en el dique de Sebastopol. Es cierto que todo suma y que el USV sigue siendo una baza por jugar cuando no se dispone de otras más idóneas. Pero los únicos milagros que cabe esperar de los drones navales son los que alimentan la moral de los ucranianos cuando se ensalzan sus hazañas en la televisión.
El corredor humanitario en el mar Negro
El otro asunto que atrae estos días la atención de la prensa mundial es el del corredor humanitario establecido por Ucrania en el mar Negro una vez que Rusia ha decidido no renovar el acuerdo suscrito con Naciones Unidas.
Como se trata de un asunto confuso, permita el lector que haga un poco de historia. Desde el principio de la guerra, Kiev se ha quejado del bloqueo de sus puertos por la marina rusa, algo que el Kremlin negaba acusando a las minas ucranianas de la inseguridad en la navegación que encarecía los seguros marítimos y obligaba a los barcos mercantes de todas las banderas a permanecer en puerto.
Desde que, en julio del año pasado, Rusia accedió a firmar el primer acuerdo con la ONU y Turquía para establecer un corredor seguro para el grano ucraniano, la versión del Kremlin quedó en entredicho. Aunque a lo largo de los meses se han producido incidentes muy aislados con minas a la deriva —de los que cada bando acusa al contrario— ninguno ha estado relacionado con la exportación del grano. Más de un millar de buques utilizaron el corredor para exportar más de 30 millones de toneladas de cereal sin que se produjera más incidente que los retrasos, seguramente deliberados, provocados por los inspectores rusos que abordaban los buques para comprobar la naturaleza de la carga.
Los acuerdos sobre el grano, renovados cada pocos meses, eran muy poco populares en el influyente entorno de los ultranacionalistas rusos, partidarios de la guerra total. Por esa razón, y alegando sin prueba alguna, los días pares, que el corredor se empleaba para lanzar ataques de USV contra las unidades rusas en Crimea —algo que carece de sentido, porque un dron naval puede lanzarse desde cualquier pantalán en cualquier lugar de la costa— y los días impares que la ONU incumplía su parte del acuerdo al no relajar las sanciones occidentales que podrían afectar a las exportaciones de grano ruso, Putin decidió no renovar el acuerdo.
Con esta decisión, entró Rusia en arenas movedizas porque Ucrania sostiene —y lo acaba de demostrar— que no necesita el permiso de Putin para seguir exportando cereales. Le ha bastado con establecer su propio “corredor humanitario”, mucho más próximo a las aguas territoriales de Rumanía y Bulgaria, por el que ya han salido cinco de los buques de diversas banderas a los que la guerra había bloqueado en puerto y, aún más importante, han entrado dos graneleros para cargar cereal. Mientras escribo este artículo, el primero de estos buques —el Resilient Africa, un pequeño granelero con bandera de conveniencia de las islas Palau—ha vuelto a hacerse a la mar y ha arribado sin incidente alguno a los estrechos turcos.
¿Qué puede hacer Rusia para evitarlo? Técnicamente, podría decretar el bloqueo marítimo de la costa de Ucrania. Tiene los medios aéreos, de superficie y submarinos que se necesitan para llevarlo a cabo, pero no sería una medida muy popular en el tercer mundo y, ¿cómo culpar a Kiev o a Washington de algo así? ¿Cómo podría además imponer el bloqueo por la fuerza a buques que pudieran ser —el caso se ha dado ya— de propiedad china y bandera de Hong Kong? ¿Qué pensaría el mundo si la marina rusa hunde un buque mercante de un tercer país cargado de grano para países muy necesitados? ¿Qué riesgos correría Rusia al emplear la fuerza cerca de aguas territoriales de países de la OTAN, bajo la atenta observación de aviones británicos o norteamericanos?
Seguramente para tratar de evitar una situación tan compleja, la solución de Putin ha sido y sigue siendo el bombardeo diario de los puertos ucranianos. Si se le pregunta, y dado que Rusia sostiene impertérrita que nunca ataca objetivos civiles, lo que está destruyendo no son instalaciones portuarias ni silos de grano, sino los lugares —¡qué coincidencia!— desde donde Ucrania lanza sus USV. Pero, en realidad, todo el mundo sabe que lo que pretende es incrementar el riesgo que corren los buques para aumentar el precio de los seguros marítimos y así hacer que el tráfico de grano no sea rentable para ninguna empresa, sea cual sea su propietario o su bandera. Por ahora, no parece haberlo conseguido del todo.
Tengo curiosidad por saber lo que va a pasar. Pero, si quieren una apuesta, y a poco que Ucrania aguante el tirón, Rusia terminará volviendo al acuerdo del grano. Entre otras cosas, porque llega el otoño y, como ocurrió el año pasado, Putin querrá reservar sus misiles para otra tarea de parecida naturaleza militar: privar de luz, agua y calefacción a las sufridas ciudades ucranianas.