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Últimamente se está extendiendo, incluso por los ámbitos especializados, la idea de que la carga que representan los Programas Especiales de Armamento (PEAs) para los Presupuestos de Defensa y, en general, para la economía nacional, es un peso excesivo que sólo tiene por objeto favorecer a las industrias de Defensa.

Esta apreciación no sería demasiado concluyente si no fuera porque se une a la afirmación de que, en realidad, los sistemas de armas de los PEAs no son necesarios para los conflictos actuales porque estaban diseñados para los escenarios de la Guerra Fría.

En primer lugar, y para encarar de frente la razón última para el uso de la fuerza y la consiguiente necesidad de prepararse adecuadamente para ello, es preciso plantearse la verosimilitud de las amenazas y las opciones para neutralizarlas.

Aunque no sea mi intención simplificar el complejo problema de la determinación de amenazas y riesgos, sirva como ejemplo que si el DAESH decide incluir en su desafío a Occidente blancos en territorio nacional y pone en marcha las diferentes alternativas violentas para conseguirlo, tenemos varias opciones:

Dejarles que lo hagan y que a medio o largo plazo avancen hacia la conversión de nuestra nación y, en general, de nuestros aliados (incluidos los países islámicos) en estados fundamentalistas. Adoptar las medidas para evitarlo. Y como no parecen muy proclives a cambiar sus esquemas integristas, ni a aceptar la disuasión que supone la amenaza del uso de la fuerza, no queda más remedio que poner en marcha las acciones necesarias para el uso de los medios de seguridad interior y exterior adecuados. También podríamos dejar que otros cargasen con los costes de toda índole que ello supone; pero a más de ser descarada e imperdonablemente insolidario, debería llevar aparejada la aceptación de que si se nos llegara a producir un problema singular, nos dijeran que nos las arreglásemos solos. Así mismo se puede negar la mayor afirmando que es inconcebible que el DAESH llegue a extender su capacidad hasta convertirse en una amenaza directa para nosotros. Personalmente, estoy convencido de que esa creencia supone una evaluación errónea sobre un mundo en ebullición como el integrista islámico y en general sobre el impulso que pueden llegar a alcanzar estos movimientos de masas cuando no son adecuadamente tratados. No obstante, y como se ha puesto de manifiesto por la Unión Europea en sus intervenciones, las acciones en defensa y seguridad no son las únicas ni las últimas medidas a adoptar para la resolución de conflictos, sino que habitualmente se contempla la intervención coordinada de los Tres Pilares de la UE; pero llegada la ocasión, como en el caso que nos ocupa, el empleo de la fuerza de defensa y seguridad, de forma integral y coordinada, es ineludible.

Una vez decidida la intervención, para minimizar los efectos sobre nuestros conciudadanos, sus bienes y la totalidad de la nación, es preferible hacerlo lejos de nuestras fronteras hoy para no vernos obligados a hacerlo aquí mañana. Desde que se inventaron las armas de fuego con su posibilidad de combate a distancia, su superioridad sobre las armas blancas ha sido innegable.

Como contrapunto, estas operaciones de despliegue requieren considerables costes en medios operativos y de apoyo, incluso cuando se llevan a cabo, como es habitual, integrados en una fuerza multinacional que comparte los mismos objetivos.

La estructura de la fuerza necesaria comprende la combinación adecuada de formas de acción conjuntas (todas ellas imprescindibles) para las diferentes misiones y fases del conflicto. Por razones obvias de reducción de bajas propias, se tiende a priorizar el empleo de fuerzas aéreas y navales de los países de la coalición y fuerzas terrestres locales.

Y cuando se habla con lógica preocupación de la posibilidad de que soldados españoles lleguen en cajas de madera, a fuer de ser estrictos, se ha de comparar con la alternativa de ver morir a nuestros conciudadanos acribillados por cientos en las calles de nuestras ciudades.

En contra de lo que parece colegirse de la teoría de la inadecuación de los medios, según la cual utilizar un cazabombardero de última generación para neutralizar a unos desarrapados es matar pulgas a cañonazos, la experiencia de los últimos conflictos ha demostrado sobradamente que la ventaja tecnológica es la baza más favorable que pueden utilizar las fuerzas occidentales ante los no tan pobremente armados oponentes, y en especial para neutralizar su soporte económico y logístico en apoyo de las operaciones terrestres.

En fin, siempre se puede argumentar que la obtención de todos esos medios tan costosos lo serían menos si en lugar de encargárselos a nuestras industrias de defensa se adquiriesen directamente a quienes, por producirlos en mayores números, los ofrecen más baratos.

En primer lugar se ha de considerar que, además de los puestos de trabajo de alta cualificación que se generan y el efecto de arrastre sobre los otros sectores, el retorno económico al Tesoro por la vía de impuestos de las propias industrias se ha de deducir del precio total de adquisición. En segundo lugar se ha de tener en cuenta que el coste de operación y sostenimiento de un sistema es de entre el 70 y el 80 % del coste del ciclo de vida (LCC), especialmente ahora que la situación económica obliga a extender la vida en servicio de los sistemas, por lo que la aplicación a esta función de los desarrollos nacionales reduce notablemente el peso sobre los presupuestos. Y por último no se debe olvidar que hablar de industria nacional es hablar de “SOBERANÍA”, baste para ello recurrir a las hemerotecas y consultar las restricciones a la utilización de material aéreo de última generación en el conflicto de Ifni y Sáhara de 1957-1958, cuando el Ejército del Aire se vio reducido al empleo de material procedente de la Guerra Civil. En definitiva, soberanía industrial es soberanía estratégica, aunque haya de aceptarse la imposición de compartirla con nuestros socios europeos, ya cedida de hecho en tantos otros ámbitos del gobierno común.

Y para concluir, sirva de colofón la consideración de que cuando se trata el espinoso asunto de la elección entre educación y sanidad, o defensa, es preciso que esta dialéctica vaya evolucionando hacia su auténtica y cruda dimensión, que no es otra que la alternativa entre estos servicios hoy y la garantía de su continuidad futura.



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