En la nueva Estrategia de Tecnología e Innovación de la Defensa (ETID) se señala, en su página 21, que:
“Si bien el peso de las inversiones en I+D+i de defensa han venido tradicionalmente soportadas en gran medida por el esfuerzo gubernamental, la necesidad de mantener la capacidad en I+D+i en escenarios presupuestarios adversos obliga a invertir progresivamente los esfuerzos, de forma que la iniciativa privada realice un mayor empuje inversor y que Defensa pueda centrar sus esfuerzos ahí donde no llegue la iniciativa privada”.
La cuestión que nos sugiere el texto es si es posible realmente que las empresas aumenten, usando fondos propios, el esfuerzo inversor en esta materia. Este artículo examina con detalle si es probable que esto pueda ocurrir en el marco de la defensa. Pero, para ello, vamos a examinar primero las razones que aconsejan el apoyo gubernamental a la investigación y el desarrollo.
La primera es que se trata de una actividad realizada por encargo de defensa y para responder a necesidades específicas de esta organización. Es decir, se trata de desarrollos orientados a misión, en los que el producto final, en general, no es comercializable en otros ámbitos. Incluso aun teniendo un carácter dual, éste se suele limitar al campo de administración pública, como por ejemplo, el caso de los satélites. En este sentido, las externalidades que puedan ser explotadas por la empresa en otros desarrollos, o las posibilidades de licenciar este conocimiento para otras empresas, suelen ser escasas.
La segunda se debe a que las inversiones que habitualmente requiere la actividad de investigación y desarrollo para la defensa son bastante elevadas. En efecto, se trata de tecnologías avanzadas y de desarrollos en los que se integran múltiples componentes, lo que conlleva actividades de ingeniería con una alta cualificación y medios, así como procesos iterativos prolongados hasta que se alcanza un diseño factible técnica y económicamente. Estas inversiones pueden ser especialmente gravosas para la empresa, aun, incluso, si el proyecto tiene éxito.
La tercera se debe a que la incertidumbre de la actividad de I+D –en tanto sea capaz de generar un producto de interés para las Fuerzas Armadas– es también alta, pues su resultado puede ser inoperativo para las Fuerzas Armadas, no solo por cuestiones de madurez de las tecnologías o adecuación del diseño, sino debido a cambios en el marco estratégico, la forma de operar de otros ejércitos o los desarrollos de otros países. Todo esto genera una gran incertidumbre sobre la demanda final del producto (número final de unidades que se van a adquirir) que, en ocasiones, es bastante inferior a la que puede generarse en el campo civil. Incluso si el producto es atractivo, su venta a terceros países está fuertemente condicionada por factores políticos y estratégicos que hacen difícil una explotación económica exitosa de la innovación obtenida.
Todo ello hace que el riesgo que tiene que asumir la empresa sea considerablemente alto, siendo factible que la inversión no se llegue a recuperar, lo que puede tener un efecto adverso sobre la cuenta de resultados que, en última instancia, puede afectar a su supervivencia en el largo plazo. Esto es particularmente cierto si, como hemos señalado, el conocimiento obtenido es de escasa aplicación a otras actividades económicas.
Por otra parte hay que añadir que, en el caso de defensa, la empresa que ofrece el nuevo producto lo hace en un mercado regulado, en el que no tiene posibilidades de obtener grandes beneficios de la innovación realizada, pues solo se beneficiará de un contrato de producción basado en el coste de fabricación y un beneficio regulado, algo que no se produce en el mercado civil, donde la empresa tiene un mayor margen mediante patentes y una amplia base de clientes de recuperar, en régimen de monopolio, con creces su inversión inicial.
Todo lo anterior explica que las inversiones de I+D en esta materia sean financiadas habitualmente, o en su mayor parte, por los gobiernos. Esto es así porque su mayor capacidad para financiar múltiples proyectos de I+D, aunque individualmente algunos de ellos puedan fracasar, proporcionará, en promedio, ingresos suficientes para amortizar los gastos, así como obtener un beneficio neto positivo para la sociedad. Esta situación, no obstante, no es exclusiva de la defensa, prestando el Estado apoyos a la investigación en otros ámbitos, pues los beneficios sociales que genera son superiores a los beneficios privados obtenidos por la industria, por lo que los incentivos para invertir en esta materia son inferiores a los socialmente óptimos. Esto es particularmente cierto en desarrollos complejos, como puede ser, por ejemplo, el caso de los aviones de transporte, ayudas conocidas habitualmente en inglés con el término “launchaids”.
A la vista de este análisis, y volviendo a la cuestión original, parece poco probable que las empresas tengan incentivos suficientes para realizar actividades de I+D financiadas con fondos propios. El número de casos en los que esto sería factible sería limitado, como pueden ser aquellos en los que el producto tiene unas perspectivas de venta en otros mercados muy elevadas, como la venta exterior o productos derivados con un claro interés civil, o desarrollos cuyos costes sean pequeños, bien porque usan tecnologías relativamente maduras bien porque emplean diseños similares a otros ya validados por el mercado, por lo que la empresa tiene margen para invertir sin asumir excesivos riesgos. Estos casos parece que son, a primera vista, los menos. Pero incluso en éstos, las imperfecciones del mercado de capital (especialmente importante para las pequeñas y medianas empresas) pueden hacer difícil el acceso a los fondos que la empresa precisa para invertir en proyectos de innovación. Todo ello hace que el incentivo para realizar esta actividad pueda ser insuficiente. En otras palabras, la capacidad de la iniciativa privada para cubrir la escasez de recursos para invertir en I+D de defensa puede ser poco significativa.
Una alternativa que podría tener sentido sería conceder ayudas reembolsables a posteriori si el proyecto tiene éxito fuera de las Fuerzas Armadas. Es decir, si genera beneficios adicionales a los inicialmente esperados, como, por ejemplo, si el producto se vende al exterior o se desarrollan productos complementarios de venta en otros mercados. En este caso, el Estado tasaría las ventas con una cantidad que permitiera, de una forma u otra, recuperar la parte de los beneficios privados que ha generado la inversión pública, contribuyendo así a paliar las limitaciones actuales en recursos propios del Ministerio en esta materia. Pero, en la práctica, esta política es difícil de aplicar. Por una parte, los Estados no desean gravar estas ventas con el objeto de facilitar la competitividad de su industria frente a otras naciones competidoras en concursos internacionales (en particular si la cuenta de resultados de éstas no es especialmente boyante). En segundo lugar, es necesario desarrollar un sistema de inspección para medir los efectos de spin-off del desarrollo militar de forma que se pueda tasar la venta de los productos complementarios, o de las licencias concedidas a terceros sobre el desarrollo realizado. Los costes asociados a esta complicada inspección pueden ser lo suficientemente importantes como para cuestionar la creación de un servicio de esta naturaleza.
En resumen, en el contexto de la investigación y desarrollo de la defensa parece improbable que la iniciativa privada vaya a tener el suficiente empuje en la mayoría de los proyectos de innovación para complementar el esfuerzo inversor del Ministerio de Defensa, limitado por las actuales restricciones presupuestarias. El problema que se plantea es que si, en el marco actual, este esfuerzo inversor no es asumible por la industria, nos podemos encontrar, en el medio plazo, con una pérdida de competitividad del sector que, en última instancia, puede afectar, de manera adversa, a nuestra base tecnológica e industrial.