"La Escuela de Guerra del Ejército de Tierra acaba de clausurar sus XIII Jornadas de Corresponsales de Guerra, en las que han participado 25 periodistas de diferentes medios de comunicación y freelance".
Este párrafo ha salido en prensa los últimos días en sus más variopintas variantes y hay que reconocer que, así contado, suena bien pero no es ni remotamente interesante. ¿Qué diantres es eso de las Jornadas de Corresponsales? Vayamos por partes:
Uno de los grandes misterios de la humanidad, más allá de la fórmula de la Coca Cola o de determinar qué es exactamente el fucsia, está en esas profesiones mitificadas por el cine o la literatura que nadie sabe muy bien dónde se estudian. Pues bien, una de esas profesiones es la de corresponsal de guerra y sí, existe, y además hay un par de formas distintas de conseguir ponerlo en un currículo aunque cuidado, el corresponsal es como el abogado, hay que ejercer para ganarse los galones.
Obviamente cualquier periodista que informe desde una zona de conflicto para un medio de comunicación extranjero es un corresponsal de guerra, de la misma manera que cualquiera que informe para un medio y viva de ello es periodista, como si ha estudiado Medicina. Pero igual que en este último caso es infinitamente mejor haber hecho Periodismo, en el caso del corresponsal de guerra es infinitamente mejor haberse formado como tal y, como todo, uno puede ir por la privada o por la pública.
La privada ofrece básicamente formación en cuestiones de seguridad y es tremendamente cara. Un curso privado de cinco días que puede costar unos 3.000 dólares, 2.000 si solo es de tres días. La pública es otro cantar, y aquí es donde entra en juego el Ejército de Tierra español, más concretamente la Escuela de Guerra. Los especialistas del Ejército también forman a los interesados en cuestiones básicas de seguridad, pero además les enseña a empotrarse en unidades militares, a localizar y señalizar minas y artefactos explosivos improvisados, primeros auxilios en zonas de conflicto, mecánica básica de vehículos en despliegues, conducción 4x4, cultural awareness, autoprotección, control de estrés, prácticas nocturnas con unidades del Ejército, maniobras de embarque, desembarque y vuelo en helicóptero, riesgo NBQ, etc.
La necesidad de estar lo mejor preparado posible
Todos los corresponsales de guerra que conozco, algunos de forma más contundente que otros, ponen los ojos en blanco cuando oyen hablar de la parte romántica de la profesión. “No somos Indiana Jones”, se suele decir. Sin embargo todos son corresponsales de guerra y, cuando se les pregunta por qué, las pupilas se les dilatan y en vez de absorber la luz la irradian. No es cinismo. La profesión es fascinante, pero hay que ser muy consciente de cuál es el trabajo. Y el trabajo es contar lo que ocurre desde sitios donde caen bombas, se pegan tiros y nadie quiere que eso se sepa.
Según Reporteros sin Fronteras, en lo que va de 2016 han asesinado a 46 periodistas y ocho colaboradores (esta diferenciación profesional la marca la propia organización en su balance), el más reciente fue abatido el pasado 2 de octubre por un francotirador del ISIS, se llamaba Jeroen Oerlemans y era holandés. No obstante, el país donde más periodistas han sido asesinados en lo que va de año, por encima de Siria (7), es México (12). Otros están presos, concretamente 141 periodistas y 15 colaboradores, y en esta lista el país que manda es Egipto.
Cubrir un conflicto o, mejor dicho, trabajar en una zona conflictiva, nunca ha sido fácil ni seguro, pero en los últimos años se ha vuelto mucho más peligroso. Apunto lo de zona conflictiva porque no tiene por qué haber una guerra oficial en marcha para que el sitio sea peligroso, caminar por una calle de San Salvador puede ser peor para un corresponsal que tomarse un té en una plaza en Damasco.
La guerra ha cambiado y con ella la forma de contarla. En el siglo XIX las bajas se registraban sobre todo entre los militares y casi exclusivamente en el campo de batalla, en el siglo XX la población civil comenzó a formar parte de los conflictos con los grandes bombardeos y en el siglo XXI ya no hay ninguna diferencia entre civil y militar. A esto hay que sumar que en las guerras de finales del siglo XX todos los bandos acudían al periodista a contarle su verdad. Ahora, en el siglo XXI, los bandos diseñan y distribuyen esa verdad y el antaño requerido periodista lo único que hace es molestar, así que se ha convertido en un objetivo.
Para meterse en una zona de conflicto el periodista puede presentarse por su cuenta allí donde hay más polvareda y buscarse la vida. La otra opción es empotrarse en una unidad de las Fuerzas Armadas (de qué país es lo de menos). Está claro que esta segunda posibilidad es mucho más segura pero afecta a la libertad de prensa.
En ambos casos, el cambio de percepción de los combatientes hacia el periodista obliga a unos mínimos de seguridad. Como ya expliqué antes, para los que tengan que ir a un sitio conflictivo, una opción es pagarse un curso privado de seguridad. La otra opción la puso encima de la mesa el Ejército de Tierra español hace trece años y también responde a esa evolución del concepto que tienen los combatientes del periodista, en este caso no como objetivo sino como herramienta.
Un útil intercambio de beneficios para ambas partes
Este tipo de cursos son cada vez más comunes en los países occidentales por dos motivos. El primero es una cuestión meramente funcional para ambos, corresponsal y militar, cuanto más sepa el periodista menos problemas dará in situ, ya sea empotrado en una unidad o metiéndose en jaleos por libre, y cuanto más sepa el militar menos encontronazos tendrá con el corresponsal. El segundo es estratégico, el periodista es una herramienta mucho más útil que un combatiente haciendo vídeos para You Tube, de la misma manera que el militar es para el periodista una herramienta perfecta para llegar allí donde le interesa y saber más que el de al lado. Llamemos a este proceso confraternización.
¿Y cómo fomentan esa confraternización las jornadas? El periodista consigue seguridad, se abre puertas de cara a participar en futuros despliegues, se humaniza ante el militar y amplía sus contactos. Pero ¿y el otro lado?, ¿qué saca? Obviamente la convivencia también humaniza los uniformes y genera una agenda interesante. Pero hay más, todos los talleres incorporan un mensaje subliminal que parte de conceptos subjetivos del bien y del mal. Se llama doctrina. Ese mensaje no se pone ahí específicamente para los periodistas, está ahí para cualquiera que haga el curso, pero está y te deja claro quiénes son los buenos y los malos y qué hay que hacer, en nuestro caso informativamente, para caer en un bando o en otro.
Sabido esto por ambas partes, en la conciencia del periodista y del militar queda después hacer el trabajo bajo esas pautas o no. Pero ojo, aquí surge un problema. Cuando antes usé el término confraternizar no era ni casualidad ni ironía. El trabajo en equipo en sitios complicados lo potencia todo, odios y amores, pero por regla general cuando se comparten determinadas experiencias surgen ciertos lazos.
Dicho esto, no sé si en mi próximo viaje pondré en práctica todo lo aprendido, doctrina incluida. Muchos de los comportamientos necesarios para garantizar mi propia seguridad y las amistades postconfraternización se basan en la prudencia extrema, lo que normalmente es incompatible con el trabajo periodístico. Lo que sí que es seguro es que llevaré en la mochila, al menos, un rollo de cinta americana.