(Especial Infolatam para Infodefensa) Durante los pasados años, Colombia experimentó una radical mejora de la situación de orden público que creó las condiciones para que el país diese un salto decisivo en términos de crecimiento económico y progreso social. Solamente para mencionar algunos indicadores, la tasa de homicidios cayó de 65,9 casos por cada 100.000 habitantes en 2002 a 27,8 en 2014. Entretanto, en el mismo periodo, el Producto Interior Bruto daba un salto espectacular desde los 97.933 millones de dólares hasta los 377.740 y el porcentaje de pobreza sobre el total de la población caía del 49,7% al 28,5%. Sin embargo, los motores que hicieron posible la mejora radical de la seguridad parecen estar perdiendo fuerza y, a menos que se corrija el rumbo, el país podría enfrentar una crisis capaz de poner en riesgo lo logrado en términos de estabilidad y prosperidad.
Para entender las amenazas que descansan en el futuro, resulta clave identificar los factores que condujeron a lo que se ha denominado el milagro colombiano, la recuperación de un Estado que muchos consideraban al borde del colapso a finales de la década de los 90. En este sentido, la capacidad del país para remontar la crisis fue fruto de tres factores: el incremento de los recursos económicos en manos del gobierno, la construcción de un amplio consenso sobre la legitimidad del Estado y el desarrollo de un aparato de seguridad efectivo. Cada uno de estos pilares, que jugó un papel esencial para revertir la ola de violencia que anegó el país quince años atrás, presenta hoy profundas grietas que anuncian riesgo de derrumbe.
La crisis del modelo económico
Por lo que se refiere a la dimensión económica, no es casual que la recuperación del Estado colombiano coincidiese con la bonanza petrolera de la década de 2000. El barril alcanzó un mínimo de 16,25 dólares en diciembre de 1998 para luego iniciar una escalada que permitió al presidente Álvaro Uribe iniciar su primer mandato con un precio de 37,09 en agosto de 2002 e inaugurar el segundo cuatro años más tarde con 84,59. El ascenso del crudo seguiría durante el primer periodo de Juan Manuel Santos que llegó al gobierno con el barril en 83,12 dólares y pudo ver como se situaba en los 99,45 al cierre del año 2013. Como consecuencia, el peso del petróleo se incrementó sustancialmente sobre el conjunto de las exportaciones, pasando de representar el 27,34% en 2002 al 55,22% en 2013 (Fuente: Departamento Administrativo Nacional de Estadística, DANE y elaboración propia).
La estatal Empresa Colombiana de Petróleos (Ecopetrol)
El crecimiento de los precios del petróleo vino acompañado de un incremento igualmente abrupto de los ingresos de Colombia por exportaciones de crudo. En 2002, el gobierno central ingresó 2,5 billones de pesos procedentes de la explotación del crudo (el 9% del total de sus gastos) para luego pasar a 5,8 billones (11%) en 2006, subir hasta 9,2 (14%) en 2010 y alcanzar los 22,7 en 2013 (22%) (Fuente: Asociación Colombiana de Petróleos). El gasto estatal creció de forma paralela, creciendo de 74,2 billones de pesos en 2002, a 92,6 en 2006, 120,5 en 2010 y finalmente alcanzar los 160,7 en 2014 (Fuente: Ministerio de Hacienda). En otras palabras, los dólares del petróleo jugaron un papel clave en financiar el fortalecimiento del Estado y, en particular, la Política de Seguridad Democrática implementada por el presidente Alvaro Uribe.
El problema es que la espiral al alza de los precios petroleros terminó a finales de 2014. A partir de ese momento, los precios se han mantenido en torno a los 50 dólares. Un nivel que muchos analistas pronostican que se mantendrá durante varios años como consecuencia de la expansión de la producción de los crudos no convencionales, las tecnologías para hacer más eficiente el uso de combustibles y la desaceleración de la economía china. En este contexto de precios bajos, las cosas se complican más para Colombia debido a que sus reservas de crudo están descendiendo rápidamente. De hecho, el volumen de los depósitos identificados en territorio colombiano cayó un 5,6% en 2014 hasta un total de 2.308 millones de barriles, una cifra que permitiría mantener la autosuficiencia energética del país por tan solo 6,4 años, pasados los cuales habría que comenzar a importar crudo.
El significado estratégico de estas cifras es claro: el modelo económico que hizo posible el fortalecimiento del estado colombiano y la recuperación del orden público ha dejado de ser viable. Ciertamente, existen alternativas para generar los recursos que permitirían a Colombia continuar por la senda de la seguridad y la prosperidad; pero todas las opciones implican decisiones difíciles. Para empezar, se podría extender la exploración petrolera a zonas del suroriente del país que han estado vedadas en base a argumentos medioambientales. Sin embargo, esta posibilidad obligaría a la clase política a abandonar la retórica medioambientalista y enfrentarse al movimiento ecologista. Por su parte, la expansión de la minería requeriría simplificar la legislación medioambiental, plagada de trámites engorrosos e inciertos. Pero además, necesitaría que el gobierno nacional enfrentase las alianzas de poderes locales corruptos y ecologistas extremos que mantienen bloqueados algunos de los proyectos más prometedores del país.
La otra ruta de recuperación es el desarrollo una agricultura de exportación; pero, de nuevo, las posibilidades económicas chocan con problemas políticos. La política de restitución de tierras destinada a devolver a sus tierras a aquellos propietarios expoliados por los grupos armados ha incrementado sustancialmente la inseguridad jurídica en el campo en la medida en que prácticamente cualquiera pueda plantear que las tierras en manos de una compañía fueron obtenidas de forma mal habida y abrir un proceso judicial de duración indeterminada y resultados incierto. Por si esto no fuera suficiente, el hecho de que las FARC hayan asumido como su bandera principal en las negociaciones en La Habana la demanda de una reforma agraria radical ha incrementado aún más el miedo entre los inversores interesados en desarrollar la agroindustria.
Por lo que respecta a la posibilidad de relanzar la producción industrial, cualquier esfuerzo en este sentido debe superar tres obstáculos claves. Por un lado, la pobreza de la infraestructura nacional que convierte a Colombia en un destino poco atractivo para los grandes inversores. Por otro, el incremento de la competencia internacional de productos de media tecnología, particularmente, como resultado de la expansión de las exportaciones chinas. Finalmente, el hundimiento más allá de toda posibilidad de recuperación del mercado venezolano que tradicionalmente había sido un destino prioritario de los productos industriales colombianos. Mientras no se encuentren salidas a estos tres obstáculos, el salto delante de la industria no dejará de ser una fantasía.
La brecha en la legitimidad del sistema político
El segundo pilar de la estabilidad colombiana que amenaza derrumbe es el consenso político sobre la legitimidad del Estado. La salud de las instituciones democráticas siempre ha sido un asunto controvertido en el contexto de grandes casos de corrupción política como la infiltración de las estructuras paramilitares en el Congreso que se llegó a conocer como “parapolítica” y episodios de graves violaciones de los derechos humanos como la ejecuciones extrajudiciales bautizadas como “falsos positivos”. Sin embargo, durante los últimos años, dos factores han contribuido de manera decisiva a debilitar aún más la confianza de los ciudadanos en su sistema político: el modo en que se ha desarrollado el proceso de negociación con las FARC y el crecimiento de la corrupción.
A primera vista, puede parecer insólito que unas conversaciones destinadas a integrar a un grupo armado ilegal en el sistema democrático hayan terminado por desacreditar la institucionalidad que pretendían fortalecer. La explicación de esta aparente paradoja descansa en la estrategia del gobierno para impulsar la negociación con las FARC. De hecho, un sector del ejecutivo y los partidos que le apoyan diseñaron su acercamiento a la guerrilla partiendo de la creencia de que reconocer públicamente la supuesta falta de legitimidad del Estado haría más sencillo lograr un acuerdo de paz. El resultado fue el debilitamiento de los pilares del orden político colombiano
El primer paso en esta dirección fue la aprobación en junio de 2012 de una reforma constitucional que pasaría a ser conocida como el Marco Jurídico para la Paz. Dicha norma, planteada como una herramienta para establecer mecanismos de justicia transicional para la guerrilla, tuvo dos efectos indeseados. Por un lado, incorporó a los cimientos del sistema político la concepción de que el país estaba inmerso en un conflicto interno lo que equivalía a reconocer que sus arreglos institucionales no eran completamente legítimos. Por otra parte, abrió una brecha en el consenso de la clase política sobre el respeto a las reglas establecidas en la Constitución de 1991 y la forma de gestionar la amenaza de la guerrilla, tanto en lo relativo a la estrategia militar como a los diálogos de paz.
Esta fractura se ha ido agrandando en virtud de varios factores. La dinámica de la negociación –alimentada por el afán del gobierno de lograr un acuerdo y la intención de las FARC de desestabilizar el orden político – ha erosionado cada vez más los consensos más básicos de la clase política. Primero fue el cuestionamiento de los derechos de propiedad en el campo, luego la posibilidad de que la guerrilla disfrutase de condiciones especiales para obtener asientos en el Congreso y finalmente las propuestas para convocar una asamblea constituyente que contaron con el respaldo de figuras cercanas al ejecutivo. En este contexto, los daños a la legitimidad del sistema político se han acentuado debido a que las cabezas de instituciones claves se han unido a la refriega, extendiendo al corazón del Estado la división entre partidarios y opositores del actual modelo de negociación con la guerrilla.
Entretanto, la corrupción ha crecido sustancialmente. Esta tendencia ha sido fruto de dos factores. Por un lado, la mencionada expansión del gasto público que no fue acompañada por una estrategia efectiva para prevenir la desviación de fondos y sí por un desbordamiento de la burocracia que creo oportunidades para el intercambio de favores. Por otra parte, la creciente debilidad del gobierno que incrementó su dependencia del apoyo de camarillas políticas regionales y redujo su capacidad para impulsar una agenda anticorrupción efectiva. En este contexto, los escándalos se han extendido desde ciertas empresas prestadoras de servicios de salud, pasando por algunos contratos de infraestructura, hasta alcanzar pilares centrales del orden político como la Corte Constitucional. El resultado ha sido la agudización de la crisis de legitimidad.
Fotos: Infolatam
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