(Especial IEEE para Infodefensa) -María Luisa Pastor Gómez (Analista del IEEE)- Ante el recrudecimiento de la violencia que se ha producido en 2016 por parte de las maras o pandillas, el Gobierno salvadoreño ha puesto en marcha una serie de medidas de excepción, entre otras incomunicar a los líderes mareros encarcelados, para evitar que den órdenes al exterior. Estas medidas han provocado que las maras anuncien el cese unilateral de la violencia, lo que ya ha producido un descenso en la tasa de homicidios. La incógnita es cuánto tiempo durará esta tregua unilateral y cuáles serán sus consecuencias a medio plazo.
El Gobierno del presidente Salvador Sánchez Cerén ha iniciado en 2016 y en especial en el mes de abril, una ofensiva contra los líderes de las maras o pandillas juveniles para contener la oleada de violencia que se ha desatado en el país en lo que va de año. Las maras han pasado de ser bandas callejeras centradas en la protección de lo que consideran su territorio a convertirse en organizaciones criminales transnacionales, lo que se ha dado en llamar las pandillas de tercera generación, con armamento sofisticado y presencia no ya sólo en las ciudades, sino prácticamente en todo el territorio nacional.
El año 2015 cerró con 6.657 homicidios en El Salvador es decir, con una tasa de 103 asesinatos por cada 100,000 habitantes, un récord que convirtió a este país -sin guerra- en el más violento del mundo. Además, los niveles de impunidad en casos de asesinato son de los más altos de Centroamérica, ya que solo uno de cada diez casos de homicidios ha llegado a los tribunales durante el pasado año.
Las cifras del primer trimestre de 2016 son incluso más alarmantes, un 78% más altas que las que se obtuvieron en idéntico período del año anterior. Entre los meses de enero y febrero se contabilizaron 1.399 asesinatos, un promedio de 23,3 homicidios por día, según fuentes policiales. Marzo cerró con 603 homicidios, 19 por día, el tercer mes consecutivo que se supera una cifra que hace un año parecía inalcanzable. En total, en el primer trimestre del año se han cometido en El Salvador 2.003 homicidios.
Las autoridades salvadoreñas atribuyen la mayoría de esas muertes a las pandillas, que cuentan con unos 70.000 miembros, de los cuales 13.000 están encarcelados. Para sostener a sus miembros y familias, los pandilleros obtienen ingresos de la venta de droga –el narcomenudeo- y/o extorsionan a empresarios del transporte y comerciantes, así como a personas particulares, lo que está dando lugar, asimismo, a una ola de inmigración hacia EE.UU y otros países, para huir de la violencia, cuyas cifras recuerdan a las de la etapa del conflicto armado interno (1981-1992).
Ofensiva gubernamental
La ofensiva del gobierno contra la violencia de las pandillas y su decisión de poner en marcha medidas extraordinarias surgió después de que once trabajadores, ocho de ellos de una empresa de electricidad y tres jornaleros, fueran asesinados por pandilleros en una zona rural próxima a la capital, San Salvador, el pasado mes de marzo, cumpliendo órdenes de líderes pandilleros encarcelados. Por ello, la estrategia gubernamental va dirigida en particular contra los cabecillas de las pandillas que se encuentran en prisión y que dan desde allí las órdenes a sus seguidores en libertad para que ejecuten las extorsiones y/o asesinatos.
Así, la Policía Nacional Civil (PNC) anunció el pasado 3 de abril la desconexión de algunas torres de antenas de telefonía móvil para evitar la comunicación de los pandilleros presos con el exterior. El corte se efectuó después de que el Congreso aprobara el día 1 de abril una ley transitoria que endurece las medidas de control y seguridad en centros penales. Esa normativa, que tiene una duración de un año y ya se encuentra vigente, busca, según fuentes oficiales, "mayor control, vigilancia permanente, registros constantes y traslados" en el sistema penitenciario. Por ello, se declara el estado de emergencia por un año en al menos siete centros penitenciarios –del total de 19 que existen en el país- en los que se encuentran encarcelados mareros.
El vicepresidente de la República, Oscar Ortiz, atribuye la actividad de las bandas criminales a que en los últimos 15 años hubo un "déficit de políticas públicas para enfrentarlos y contener su expansión". Desde que asumió sus funciones en 2014, el presidente Salvador Sánchez Cerén optó por reprimir las pandillas y descartó negociar una tregua como la que facilitó el también ex-combatiente del FMLN y antecesor en el cargo, el presidente Mauricio Funes, en el año 2012 y 2013. Aunque con la tregua se redujeron los homicidios de forma significativa, en opinión de los entendidos eso solo sirvió para que las pandillas se reorganizaran y cobraran mayor fuerza.
De hecho y con motivo de la citada tregua, se instaló la electricidad en cada una de las cárceles para que los reos pudieran tener acceso a teléfonos móviles, entre otros aparatos electrónicos. “Después de eso, empezaron a organizarse y hablar con los pandilleros del exterior para que se armaran, aunque no para cometer asesinatos, porque habían hecho un pacto por el que recibirían beneficios a cambio de reducir el número de muertes por la violencia.
El combate a las pandillas, según fuentes policiales, "está siendo duro" por la pérdida de efectivos de la Policía y del Ejército. En 2015 un total de 85 miembros de las fuerzas de seguridad fueron asesinados por las pandillas. Incluso al inicio del año, las bandas criminales comenzaron a asesinar a familiares de policías y militares para sembrar el terror en la población.
El ministro de Defensa, el ex general de división, David Munguía Payés, ha incorporado a 1.000 reservistas del ejército en las labores de seguridad en apoyo a la Policía que lleva a cabo la Fuerza Armada salvadoreña (FAES). Estos reservistas se sumarán a otros 6.000 soldados que ya colaboran en seguridad pública y vigilancia de pasos fronterizos.
Las medidas para detener la violencia criminal en El Salvador recuerdan las estrategias represivas del pasado, pero que incluyen otras nuevas que persiguen “reducir drásticamente la capacidad de funcionamiento de las estructuras criminales” y disminuir las altísimas tasas de violencia. Las nuevas estrategias incluyen una Fuerza de Reacción Rápida, conformada por 600 soldados y 400 policías, que estará encargada de “golpear y desarticular cualquier estructura (criminal)” en el país. Como declaró el vicepresidente Ortiz en rueda de prensa, los altos funcionarios esperan además formar un equipo de fiscales enfocados específicamente en los casos que vaya descubriendo la nueva unidad de reacción. También se planea aumentar la participación local en la seguridad de los barrios, mediante la creación de comités de apoyo ciudadano bajo la coordinación de la Policía Nacional Civil (PNC).
¿Retorno al pasado?
Las declaraciones gubernamentales parecen indicar que el gobierno salvadoreño está cada vez más cerca del establecimiento de una estrategia de seguridad coordinada y con nuevas medidas más definidas, a la vez que analiza las políticas anteriores que se han ejecutado en el país para luchar contra esta lacra. Por ejemplo, la Fuerza de Reacción Rápida recuerda a las políticas represivas de “mano dura” y “mano super dura” que se llevaron a cabo en los años 2003 y 2004, respectivamente, la segunda de ellas contando con la aquiescencia de la opinión pública, unas políticas cuyos resultados posteriormente serían cuestionadas, ya que el elevado número de detenciones, algunas de ellas indiscriminadas, llenaron las cárceles de reclusos y convirtieron los centros penitenciarios en lo que algunos analistas califican de “universidades del crimen”, cuando no centros de reclutamiento de mareros, mientras las cifras de homicidios continuaban incrementándose.
Asimismo, las autoridades de El Salvador se proponen endurecer la legislación contra los menores para combatir el crecimiento de las pandillas, un indicio de que los oficiales se preparan para usar una estrategia de seguridad de “mano dura”, similar a la desarrollada por el gobierno del presidente Francisco Flores (Alianza Republicana Nacionalista, ARENA) en el año 2003.
La estrategia de seguridad desarrollada contra las pandillas, según el vicepresidente, también busca cortarles su sistema de financiación. Para ello, la presidencia planea presentar una nueva iniciativa para fortalecer las leyes de expropiación de bienes, con el fin de “atacar los flujos financieros de estas estructuras criminales”.
Reacción de las pandillas
El sábado 26 de marzo, después de la advertencia de que a la vuelta de Semana Santa el Gobierno pondría en marcha fuertes medidas en las cárceles, las tres principales pandillas que operan en el país: la Mara Salvatrucha (MS-13) y las dos pandillas de Barrio 18, la 18-Sureños y la 18- Revolucionarios hicieron circular un vídeo en el que comunicaban un cese unilateral de la violencia, insistiendo además en que no era necesario que las autoridades decretaran el estado de emergencia en el sistema penitenciario.
En la actualidad, el presidente Sánchez Cerén ha dejado claro que "no hay espacio para diálogo, no hay espacio para tregua" con las pandillas, como la que esos grupos declararon en marzo de 2012 y que meses después fracasó. "No hay espacio para entenderse con ellos, son criminales y como criminales hay que tratarlos", ha declarado el mandatario.
Valoración
La ofensiva desatada por el gobierno sin duda ya ha dado buenos resultados, en el sentido de que las pandillas, ante el temor de las represalias, rápidamente se han apresurado a reducir la intensidad de la violencia y con ello el número de homicidios, que ya se ha visto que se ha invertido la espiral y ha descendido en abril.
Falta por ver el tiempo que los pandilleros van a seguir con esta tregua unilateral, mientras que el gobierno, dada la magnitud del problema, necesitaría acompañar esta política de corto plazo y “mano dura” con planes de carácter preventivo de más largo alcance en el tiempo, buscando darle a la juventud en riesgo de captación por las maras una alternativa educativa distinta a la que le ofrecen las calles. Todo ello teniendo en cuenta que las organizaciones criminales a su manera proveen a las comunidades de los servicios que el Estado no les da o no les puede dar, a cambio de protección y lealtad, pasando a convertirse en comunidades seguras para los ilegales. También sería interesante un plan de rehabilitación de pandilleros, hasta ahora vistos como víctimas de una sociedad que los margina, así como de un proceso de limpieza de las instituciones contaminadas. A pesar de que se han dado notables avances en la provisión de servicios sociales en los últimos años, todavía hay grandes sectores de la población en la marginalidad y en la exclusión. La alta conflictividad social denota que el proceso de paz dejó varios problemas sin resolver que están generando violencia e inseguridad en la mayoría de la población y están obstaculizando el desarrollo del país.
Tras la firma de los Acuerdos de Paz de Chapultepec, en 1992, se impulsó la desmilitarización en la región y se abogó por la separación de las funciones policiales de aquellas propias de la defensa nacional y se inició el despliegue de una policía de corte democrático y respeto a los Derechos Humanos, pero mientras se preparaba esta nueva policía se produjo un vacío de seguridad que las pandillas supieron aprovechar muy bien. La aparición de estas organizaciones no se previó en el horizonte estratégico post-conflicto y la nueva policía que se creó no estaba preparada para esa realidad que se iba tejiendo. Además muy pronto la institución fue infiltrada.
Al mismo tiempo y a pesar del desarme que contemplaban los Acuerdos de Paz, en el país quedaron muchas armas circulando. De hecho, en febrero de 1995 el entonces Ministro de Defensa de El Salvador manifestó que 300.000 armas de uso militar habrían quedado en manos civiles, lo que se convirtió en un factor determinante para la generación de la espiral de violencia y criminalidad de la etapa post-conflicto.
La desmovilización de cantidades importantes de combatientes dejó “desempleadas” a muchas personas entrenadas en el uso de las armas y con experiencia en combate, lo que fue aprovechado por las organizaciones criminales. Parte de los desmovilizados se pondrían al servicio de organizaciones criminales, como un modo de susbsistencia.
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