Colombia y 2: El debilitamiento del aparato de seguridad
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Colombia y 2: El debilitamiento del aparato de seguridad

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(Especial Infolatam para Infodefensa) Con la economía a la baja y la legitimidad de las instituciones profundamente cuestionada, el deterioro del aparato de seguridad se vislumbra como el tercer ingrediente de un escenario que amenaza con desembocar en una crisis de orden público. En parte, el debilitamiento de las Fuerzas Militares y Policía Nacional es consecuencia directa de los graves problemas económicos y políticos que asedian al Estado. Así, el declive económico promete tener un impacto dramático sobre el presupuesto de defensa. La cuestión no es únicamente las crecientes restricciones en el volumen de recursos disponible sino además como se repartirán los recortes que se avecinan.

La legislación vigente hace prácticamente imposible reducir los gastos de personal – en torno al 70% del total del presupuesto de defensa – dado que el gobierno no puede “despedir” a los miembros profesionales de la Fuerza Pública. En consecuencia, la disminución del gasto tendrá que centrarse sobre los rubros de operaciones – municiones, combustible, etc. – e inversión. El resultado podría ser un aparato de defensa que aparentemente mantiene su tamaño; pero enfrenta una rápida caída en su operatividad.

La legislación vigente hace prácticamente imposible reducir los gastos de personal – en torno al 70% del total del presupuesto de defensa – dado que el gobierno no puede “despedir” a los miembros profesionales de la Fuerza Pública.

De igual forma, la crisis de la justicia ha obstaculizado seriamente los esfuerzos del Estado para garantizar la seguridad. Aunque las deficiencias de leyes y jueces no son nuevas, sus consecuencias estratégicas se han agravado a medida que el gobierno ha puesto énfasis en la captura y la judicialización de terroristas y criminales como único medio para desmantelar unos grupos armados que eluden el combate abierto con la Fuerza Pública y operan de forma clandestina. Sin embargo, esta apuesta por otorgar al aparato judicial un papel central en la lucha contra los violentos ha chocado con la debilidad de las normas penales, la complejidad laberíntica de los procedimientos penales y la corrupción existente entre los funcionarios de la Justicia.

En este contexto, una serie de factores se han combinado para restringir el margen de maniobra de las Fuerzas Militares y de Policía. Para empezar, las posiciones asumidas por distintas instancias del poder judicial han ignorado la realidad del conflicto armado y creado restricciones inverosímiles a las operaciones. En este sentido, el Consejo de Estado merece una mención especial. Durante los pasados años, ha condenado al Estado en calidad de responsable de eventos tales como la toma de la base de Las Delicias por las FARC en 1996 o los daños a viviendas civiles provocados durante los ataques guerrilleros a estaciones de policía situadas en comunidades rurales. De este modo, los magistrados de la República se han convertido en árbitros de la mayor o menor solidez del dispositivo defensivo de las bases militares o el lugar donde se deben situar los destacamentos de policía.

La retórica desplegada por el gobierno para justificar las negociaciones con las FARC también ha alimentado el clima político que estimula la inacción de la Fuerza Pública. El argumento repetido por distintos portavoces gubernamentales de que resulta imposible derrotar a la guerrilla por medios militares ha hecho muy poco por motivar a militares y policías. De igual forma, el acento pacifista de los mensajes oficiales y la comprensión manifestada por el ejecutivo hacia la agenda política de las FARC – el presidente Juan Manuel Santos señaló que las FARC y el gobierno querían lo mismo para el campo – ha contribuido a sembrar la duda sobre la legitimidad de combatir a los ilegales.

Para entender el impacto de decisiones judiciales y declaraciones gubernamentales, resulta clave tomar en cuenta que la campaña de seguridad colombiana descansa mucho en el empleo de recursos humanos y poco en la utilización de tecnología. Si bien el Ejército tiene nichos de excelencia como la aviación militar o las fuerzas especiales, la mayoría de sus unidades solo cuentan con equipos low-tech. De hecho, muchas de sus operaciones se basan en el despliegue de unidades de infantería ligera con un respaldo limitado de medios técnicos. Esto significa que el “factor humano” es clave. Todo depende de si el soldado siente suficiente respaldo político y certidumbre jurídica. Sin ellas, la voluntad para tomar la iniciativa y la efectividad militar declinan.

La sumatoria de los factores mencionados amenaza con deteriorar rápidamente el aparato de seguridad. El clima creado por declaraciones políticas ambiguas y decisiones judiciales extravagantes está creando un escenario donde la moral de la Fuerza Pública se hace cada vez más frágil lo que provoca un declive de su actividad operativa. Entretanto, las dificultades económicas prometen incrementar las presiones para reducir el presupuesto de defensa. Esta tendencia se hará más difícil de contener en la medida en que el discurso con que se ha arropado las negociaciones con las FARC cuestiona la legitimidad y la utilidad del uso de la fuerza por parte del Estado.

Las consecuencias no intencionadas de un acuerdo con las FARC

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Para entender esta aparente contradicción es necesario revisar tanto la fórmula concreta del acuerdo que se perfila en La Habana como las probables consecuencias estratégicas de su implementación.

El escenario de crisis descrito hasta aquí podría agravarse si las actuales negociaciones con las FARC conducen a un acuerdo con introduzca restricciones en la capacidad del gobierno para controlar el territorio y debilite la estructura del aparato de defensa del país. Sin duda, esta perspectiva puede sonar paradójica para quienes esperan que las negociaciones con la guerrilla conduzcan a una rápida reducción de la violencia. Para entender esta aparente contradicción es necesario revisar tanto la fórmula concreta del acuerdo que se perfila en La Habana como las probables consecuencias estratégicas de su implementación.

El primer punto a considerar es lo que se ha llamado la dimensión territorial de la paz. Bajo este concepto, se ha planteado que la mayor parte del contenido de los acuerdos se aplicará en aquellas áreas del país donde el conflicto ha sido más agudo y la presencia de las instituciones es más frágil. Dentro de estas regiones, la creación de una serie de estructuras territoriales fruto del acuerdo de paz podría terminar por debilitar la ya escasa influencia del Estado. Este el caso con la creación de las denominadas zonas de concentración, áreas desmilitarizadas en las que se reunirán los efectivos de la guerrilla durante el cese el fuego que está previsto alcanzar antes del final de las negociaciones. En principio, se espera que dichos espacios tengan un carácter transitorio mientras se culminan las conversaciones y se produce la desmovilización definitiva. Sin embargo, si el logro de un acuerdo se dilata y dicho orden de cosas se prolonga, las zonas de concentración podrían consolidarse como espacios bajo el control de la guerrilla.

Esta tendencia a la fragmentación territorial podría acentuarse con la implementación de las denominadas Zonas de Reserva Campesina, unos esquemas de desarrollo rural contemplados en la legislación colombiana desde 1994; pero que los acuerdos parciales alcanzados con las FARC permitirían extender sustancialmente. De acuerdo con este modelo, los sindicatos de productores rurales no sólo se responsabilizarán de regular las actividades agropecuarias en dichas áreas sino que además asumirán competencias medioambientales lo que les permitirá decidir, por ejemplo, si se ponen en marcha proyectos minero-energéticos.

Paralelamente, los mecanismos para la sustitución de cultivos de coca ya acordados en La Habana prevén la puesta en práctica de Planes Integrales Comunitarios y Municipales de Sustitución y Desarrollo Alternativo (PISDAs) que serán financiados por el gobierno y administrados por municipios y comunidades. Dado que la entrega de estos fondos formará parte de los compromisos adquiridos en las negociaciones con las FARC, la guerrilla tendrá una influencia decisiva en la asignación de los recursos y el gobierno estará obligado a entregarlos so pena de vulnerar los acuerdos. De este modo, comunidades bajo la influencia de las FARC y conectadas a la economía de la droga se verán beneficiadas por un esquema para promover la erradicación voluntaria cuya efectividad es muy dudosa; pero que les garantiza una considerable autonomía financiera.

Todas estructuras territoriales tenderán a superponerse sobre las mismas regiones. En otras palabras, las zonas de concentración de la guerrilla, las Zonas de Reserva Campesina y las áreas de sustitución voluntaria de cultivos se solaparán o, al menos, serán contiguas. Esto creara dificultades adicionales para afirmar la presencia del Estado en regiones donde el control territorial del gobierno ha sido tradicionalmente muy difícil. Evidentemente, el riesgo será el surgimiento de espacios no gobernados susceptibles de ser capturadas por redes criminales y albergar extensas economías ilícitas.

¿Un aparato de seguridad desarticulado?

Al mismo tiempo, la firma de un acuerdo con las FARC puede desencadenar una dinámica política que termine por desarticular y fragmentar el aparato de seguridad colombiano. En principio, el futuro de la Fuerza Pública ha sido una cuestión que ha permanecido por fuera de las conversaciones de La Habana. Sin embargo, desde la clase política, se han multiplicado las voces que demandan acompañar la firma de un eventual compromiso de paz con una reforma radical del modelo de seguridad que tendría como piedra angular la creación de un Ministerio de Seguridad Publica a donde seria transferida la Policía Nacional desde su actual dependencia bajo el departamento de Defensa.

La capacidad del Estado para proteger a los ciudadanos se verá reducida por el previsible deterioro del aparato de seguridad.

Sin embargo, la separación de las Fuerzas Militares y la Policía Nacional en dos ministerios distintos rompería uno de los pilares de la estrategia que permitió recuperar el orden público durante la década de 2000. El mantenimiento de ambas instituciones bajo un único departamento proporcionó dos ventajas claves. Por un lado, permitió una división de tareas más clara entre policías y militares lo que redujo las duplicación de esfuerzos. Por otro, mejoró la coordinación entre ambas instituciones, incrementando la efectividad de las operaciones e incentivando el desarrollo de capacidades comunes en ámbitos como la logística y el mantenimiento.

Frente a esta trayectoria, la salida de la Policía Nacional del Ministerio de Defensa y su colocación bajo un departamento de nueva creación amenazan con hacer naufragar los esfuerzos realizados para mejorar la cooperación entre policías y militares. De hecho, este nuevo arreglo institucional haría más difícil la ejecución de operaciones coordinadas entre ambas instituciones. De igual forma, la dependencia de dos ministerios distintos estimularía la duplicación de esfuerzos entre las Fuerzas Militares y la Policía, justo cuando las dificultades económicas demandan una mejora radical de la eficiencia.

Todos los factores señalados anuncian una tormenta perfecta sobre Colombia. La crisis económica promete reducir los recursos en manos del gobierno y estimular la conflictividad social. La pérdida de legitimidad de las instituciones amenaza con convertirlas en un campo de batalla entre los distintos grupos políticos del país, hundirlas en la parálisis y hacerlas más vulnerables a los ataques de los radicales. Finalmente, la capacidad del Estado para proteger a los ciudadanos se verá reducida por el previsible deterioro del aparato de seguridad.

En este contexto, algunos aspectos concretos del acuerdo que negocian el gobierno y las FARC en La Habana podrían agravar la espiral de inestabilidad que amenaza al país. Por un lado, las formulas territoriales diseñadas como parte de los compromisos de paz podrían conducir a la aparición de zonas por fuera del control estatal que se convertirían en espacios no gobernados. Por otra parte, la pretensión de transferir la Policía fuera del Ministerio de Defensa como parte de un supuesto esfuerzo para adaptar el modelo de seguridad al postconflicto alimentara el despilfarro de recursos y reducirá la capacidad del Estado para impulsar una estrategia de orden público efectiva.

¿Rectificación del rumbo o crisis?

El resultado de todos estos factores sería una disminución de la capacidad del Estado para garantizar la seguridad, particularmente en las zonas rurales. Este debilitamiento vendría acompañado de una expansión de las economías ilegales –narcotráfico, minería ilegal, contrabando, etc. – y de los grupos armados asociados a su explotación. Dichas organizaciones podrían ser las guerrillas tradicionales si el actual proceso de paz fracasa, facciones disidentes de las FARC y el ELN que rechacen una eventual acuerdo o Bandas Criminales movidas por el afán de lucro.

En cualquier caso, las nuevas estructuras violentas contarían con los recursos humanos y financieros para desafiar a un Estado empobrecido, ineficiente y deslegitimado. Las cosas serán aún más difíciles si el resultado del proceso de paz es la aparición de enclaves territoriales en manos de la guerrilla que terminan convertidos en conglomerados de economías ilícitas o incubadoras de grupos radicales que operan en el resto de país. De este modo, el Estado colombiano enfrentaría la mayor crisis de seguridad desde que, a finales de los 90, guerrillas, paramilitares y narcotraficantes llevaron las instituciones democráticas al borde del colapso.

Este desenlace no es inevitable. El gobierno puede todavía enderezar el rumbo y evitar la crisis. Para ello, tendría que colocar a la cabeza de su agenda el relanzamiento de aquellos sectores de la economía que tienen el potencial para sacar al país del estancamiento en el corto plazo: la gran minería y la agricultura de exportación. Además, debería desoír las voces que apuestan por desmantelar el aparato de defensa y apostar por mantener una política de seguridad robusta. Finalmente, debería buscar un consenso con la oposición sobre dos materias básicas.

Por un lado, definir unas reglas para el juego que garanticen el derecho a la crítica sin el riesgo de ser criminalizado y prevengan el desgarramiento de las instituciones. Por otra parte, concertar unos criterios mínimos a los que se deberían ajustar los acuerdos de La Habana. Bajo estas circunstancias, el gobierno estaría en condiciones de negociar desde una posición de fuerza con la guerrilla y conseguir un acuerdo que garantizase una transición segura hacia la paz o mantener la presión sobre la guerrilla hasta volverla estratégicamente irrelevante. De lo contrario, Colombia parece condenada enfrentar un repunte de la inestabilidad y la violencia.

Fotos: Infolatam

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